Toros como los de ayer de El Pilar son para que no se olvide que la casta es el fundamento de todo. No debe caer nunca en el olvido que el triunfo en los ruedos solo tiene validez cuando saltan a la arena estos hijos predilectos de la dehesa, estos adalides de la bravura.
Y luego, hacen falta toreros como los que ayer se anunciaban para que esto no se pare. Toreros inspirados como Morante que juegan con el tiempo y la distancia. Toreros como Talavante de transfigurada quietud. Toreros como Ginés Marín, capaces de igualar al toro en casta y en clase. Toreros para siempre.
Morante
Siempre, Morante. Después de la exquisitez de sus verónicas el toro presentó credenciales derribando al picador. Luego, Carretero firmó unos pares de lujo y entonces el diestro de Puebla del Río abrió el tarro de las esencias pero el toro perdía las manos y los derechazos se quedaban a medias y por eso había que saborear los lances sueltos a sorbos, antes de que llegaran naturales pintados a mano con pinceles de ensueño. ¿Demasiado Morante? No. Es que se lo toma en serio. Qué largos los lances, qué armónicas las tandas. Sin bajar demasiado la mano, porque el toro perdía las suyas. Con la delicadeza de un orfebre.
El cuarto de la tarde se llevó también verónicas de Morante. Algo agitadas porque fueron en la misma querencia. Pero no importa. Era el capote de Morante. Colorao y ojo perdiz, enrazado, y codicioso en el peto, el cuarto de la tarde planteó algunas dificultades en la muleta: ora perdía las manos, ora retenía la embestida. Pero Morante, es Morante y fue capaz de encontrar el terreno favorable para volver a pintar con trazo elegante sus muletazos de oro, engarzados con delicadeza. El toro acabó resignado en la muleta de Morante, derramada ya de torería y empaque. Vaya lujo.
Ginés Marín
Ginés Marín lo quería todo y por eso se plantó en el ruedo y aprovechó la bravura del sexto de la tarde en toda su extensión. No es fácil estar a la altura de un toro como este, magnífico broche de oro del gran encierro de El Pilar.
Pero Ginés sí supo. Llovían las tandas, crecía la emoción y soplaba ya una brisa de triunfo que le despejaba la mirada al torero y descorría el cerrojo de la puerta grande. Desde los naturales con la derecha hasta los cambios de mano. Si en el primero puso los tendidos de su parte -aún con lagunas en su toreo- en este segundo aceleró los corazones dejando que el suyo se adueñara de la Plaza.
En su primero, el joven diestro derrochó entrega y voluntad pero no en todas las fases de la lidia materializó sus esfuerzos. En lo mejor de su actuación, las tandas de naturales y la firmeza en el sitio, amén de su sentido de la distancia, que le llevó a citar en largo pudiendo el respetable disfrutar de la casta del toro. Al final, quiso Ginés Marín redondear el triunfo con unas comprometidas manoletinas que no llegaron a cuajar, salvo por la emoción y el riesgo.
Talavante
Talavante salió a por todas, aunque su primero adolecía también de debilidad en los miembros delanteros. Quizás por eso, el quite fue por tafalleras, para no castigarlo en exceso y, de paso, imprimir su sello personal. El arranque de faena caldeó el ambiente, con unos estatuarios alternados con pases cambiados casi en la boca de riego.
Talavante se ceñía el toro en una geometría casi imposible. Entusiasmado, el extremeño perdió un instante el pulso y el excelente ejemplar de El Pilar lo desarmó. Las emociones vienen de dos en dos cuando hay un toro encastado en el ruedo. Un toro al que arrastraron las mulillas con un puñado de pases dentro.
Talavante no quería irse de vacío, in albis como su terno. Quería que el quinto de la tarde le sirviera para dejar constancia de su nombre. De rodillas en la boca de riego, toreó en redondo, dio pases cambiados y luego se levantó dispuesto a poderle a un ejemplar enrazado y con clase que quería beberse la muleta. La emoción creció al compás de los derechazos de Talavante, pero el diestro quería más. Plantó las zapatillas en el albero para hacer su toreo al natural, personalísimo. Al final, la rúbrica: le dejó la muleta sobre la arena a su enemigo para que rebosará la casta del animal. Pero aún quedaban unas bernardinas ajustadas, escalofriantes, casi imposibles.
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