Cajamar: de la montaña de La Envía al mar de Aguadulce

La rural almeriense cambia de escenario pero no de color

Eduardo Baamonde, en su intervención ayer en la asamblea de Cajamar.
Eduardo Baamonde, en su intervención ayer en la asamblea de Cajamar.
Manuel León
23:53 • 20 abr. 2022

A veces uno cavila que Cajamar es a las finanzas patrias como un bar de carretera  que vende menús baratos pero sustanciosos, que satisfacen al cliente proletario y que dejan beneficio al hostelero. Parece que ese ha sido y sigue siendo su target: para qué cambiar, puede pensar Baamonde, si ambas partes quedan satisfechas, por qué echar de menos a otro tipo de cliente poderoso y aliñado que prefiere comer en la mesa de los grandes bancos si con el socio rural nos va bien. Y tan bien: 3.000 millones de capital y dentro del vagón de los diez grandes.



Es lo mismo que pudo pensar en su día -salvando distancias y sectores- Amancio Ortega: para qué ser Versace, si puedo conquistar un imperio con mis batas de boatiné. Cajamar lleva 60 años conquistando pequeños imperios con la tenacidad de una oruga, poniendo lo nutritivo del plato por encima del afeite: un tercio de sus oficinas como entidad individual (815 en total) están en localidades de menos de 5.000 habitantes, aquellas en las que aún se conoce a la gente por la calle. Ayer vino a reivindicar de nuevo el presidente de la rural almeriense -principal accionista del Banco  de Crédito Cooperativo como cabecera del Grupo Cajamar- ese papel de entidad apegada a los más desprotegidos por el sistema financiero convencional, pero con vocación latina de ser “mejores y más fuertes”.



Lo hizo, además, en una cancha inédita, el Palacio de Congresos de Aguadulce, tras abandonar la fronda de La Envía, tras vender el hotel a una firma ibicenca, ante un auditorio repartido entre enmascarados y no enmascarados. No se veía ya en lontananza el verde del golf de la urbanización vicaria, pero seguía presente el verde Cajamar -ante varios cientos de compromisarios sentados en el salón de actos- que no es el verde del Betis ni el verde marino de las acuarelas de Visconti, no, es el verde del tallo retorcido, de la mata que medra con agua y paciencia de estalactita bajo el invernadero. 



Allí estaba Cajamar en Aguadulce, por primera vez, en ese mar que no es el de Ulises, sino el de Paquito Navarro Moner (D.E.P), en el término municipal donde comenzó toda esta agroindustria que estaba aún por venir, cuando Paco el Piloto gritó ¡Eureka!; allí estaban Eduardo, Manuel y María Luisa, junto a una mesa, en una sala oscura alumbrada solo por el plasma de las pantallas, dando cuenta de los resultados a la asamblea, tratando de argüir que el sabor del guiso es más importante que el damasco del mantel. 







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