La fe por los bares y la nueva religiosidad

La simbiosis entre el bar y el templo es perfecta

Un camarero, preparando las mesas, todas reservadas, del bar Sacromonte, en la Plaza de Vivas Pérez.
Un camarero, preparando las mesas, todas reservadas, del bar Sacromonte, en la Plaza de Vivas Pérez. La Voz
Eduardo de Vicente
20:44 • 01 abr. 2023

Lo religioso ha dado paso a lo festivo. La Semana Santa se ha convertido en un ensayo de la feria, sin los agobios del calor y sin chiringuitos con moscas. Es una explosión de vida, un río de gente que invade las calles y no deja una mesa libre ni un hueco en los bares. Se sale en busca de la diversión, que ya no se concibe en la soledad de una iglesia a la luz de los cirios adorando una imagen, sino en la calle, saboreando ese cúmulo de sensaciones que deja una procesión mientras un camarero te sirve media ración de calamares.



La simbiosis entre el bar y el templo es perfecta. En ella se basa en gran medida el éxito de la Semana Santa, con una forma de espiritualidad que se sustenta sobre los pilares de la fiesta y del espectáculo, por encima de la fe. 



Qué pasaría si volviéramos al bando de silencio que antiguamente se emitía cada vez que llegaba el Jueves Santo y las campanas anunciaban la muerte de Jesucristo.



Entonces se cerraban los bares y los cines y se evitaban los tumultos para no provocar ruido. Aquella forma medieval de concebir la religiosidad también llenaba las calles y las familias se divertían recorriendo las estaciones, visitando las iglesias y permitiéndose el pequeño lujo que entonces suponía pasar por el mostrador de una confitería y comprar un papelón de pasteles para esperar el milagro de la Resurrección. De aquella Semana Santa de hace sesenta años apenas han quedado huellas. Los tronos salían con ruedas y los costaleros eran jóvenes estudiantes desmotivados que contrataban por horas para que fueran empujando debajo. De aquel costalero sin fe  al actual hay un abismo. Se ha pasado del anonimato más absoluto al estrellato, de la frialdad del costalero de paga y bocadillo a la pasión del costalero comprometido de ahora. 



La irrupción del fenómeno costalero ha sido el motor que ha transformado la Semana Santa de Almería porque ha servido para llenar de juventud los templos y para crear una moda que ha hecho escuela. Los niños juegan a ser costaleros como antes jugábamos a ser porteros de fútbol o policías como los que veíamos en las películas. Si de pronto suprimiéramos los costaleros y volviéramos a los tronos con ruedas, la Semana Santa caería en picado como lo hizo a comienzos de los años setenta, cuando hubo un año en el que solo salió a la calle una cofradía y la juventud no se vestía de penitente ni dándole una paga.



Es verdad que esta nueva forma de concebir la Pasión de Jesucristo nos ha alejado de nuestras raíces, de aquellas formas austeras de vivir la Semana Santa basadas en el recogimiento. Es verdad que hemos copiado de Sevilla hasta el acento de los capataces a la hora de dar las órdenes al grupo, pero el invento ha resultado un éxito y ha calado hondo, transformando el fondo y la forma hasta crear una nueva espiritualidad que ya no se nutre exclusivamente del silencio de una capilla y de la mirada de una Virgen iluminada por las sombras de una vela.



La fe ha salido de los templos, se ha derramado por la calle y está presente desde un mes antes cuando en los escaparates empiezan a aparecer los roscos y la leche frita. La nueva fe es tan versátil que lo mismo te la  encuentras detrás del Cristo de la Escucha que en una tapa de gambas en la terraza de un bar.




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