La figura inolvidable del follonero

El follonero era especialista en alterar el orden, ya fuera en una clase o en el cine

El cine Liszt, en la antigua calle de Torres, fue un recinto tranquilo, donde casi siempre imperaba la autoridad de los acomodadores.
El cine Liszt, en la antigua calle de Torres, fue un recinto tranquilo, donde casi siempre imperaba la autoridad de los acomodadores.
Eduardo de Vicente
21:33 • 06 mar. 2023

El follonero no es un personaje que se haya inventado ahora la televisión ni un antihéroe de novela barata. El de follonero fue un papel que casi todos representamos en algún momento de nuestra adolescencia



Cada escenario tenía sus folloneros, que eran especialistas en la materia de alterar el orden. Todos conocimos al follonero oficial del colegio o del instituto, al que le teníamos tanta estima que el día que no venía a clase nos dejaba huérfanos, con un enorme vacío sentimental porque era un personaje fundamental para nuestra supervivencia escolar. El día que se ausentaba el follonero nadie rompía la monotonía de la lección magistral ni esa atmósfera de temor que se creaba cuando llegaba la hora de salir a la pizarra. 



El follonero era un kamikaze auténtico, capaz de desafiar la disciplina de la palmeta del profesor y de romper la armonía de la clase en aquellos momentos solemnes en los que entraba el director o algún cargo de renombre. El follonero no era de notables y sobresalientes, pero sí era un alumno aventajado en la asignatura de la picaresca y en todas las materias que componían el innoble arte de la golfería.



A la hora de las preguntas, cuando el maestro cogía la vara, se bajaba al escenario y empezaba a lanzar el cuestionario de geografía o de historia sobre nuestras temerosas cabezas, como si fueran bombas, siempre aparecía el follonero, cual Robin Hood, para poner un paréntesis en medio de tanta tensión. El follonero salía por peteneras o soltaba una barbaridad que dinamitaba la paz natural del aula provocando una carcajada colectiva de la que a veces no se libraba ni el propio profesor, por muy serio que fuese. El follonero era un antisistema, un revolucionario que utilizaba a la perfección las armas del chascarrillo y la broma. 



Solía ocurrir con frecuencia que el follonero ostentaba a su vez el título de repetidor, lo que agrandaba aún más su leyenda. En mi clase de séptimo de EGB disfrutábamos de un follonero repetidor que no pasaba de curso ni copiando el examen. Con casi dos años más que el resto, parecía un infiltrado, un hermano mayor que hubiera ido a visitarnos. Con su bigote curtido y sus piernas llenas de vello, lucía su anacronismo inventando mil ocurrencias. Cuando terminamos la Educación General Básica, casi todos los alumnos del colegio pudimos contar que fuimos compañeros del Gutiérrez, aquel eterno follonero que lo llamaron para la mili sin haber terminado octavo. Él nos enseñó a los que veníamos detrás que para aprender anatomía no había nada más efectivo como las páginas pegajosas de la revista Lib.



El follonero de la clase solía serlo por vocación. Ser follonero era un destino, por lo que no necesitaba ningún guión, ni recurrir a las apariencias. El follonero de la clase era también el follonero que iba el domingo al cine y acababa liándola. El follonero de las películas era el que llevaba la voz cantante, el que empezaba para que después el resto lo siguiera a coro. Era el primero que se alteraba cuando en la pantalla aparecía el primer beso apasionado, que casi siempre solía ir acompañado por los silbidos del patio de butacas. 



El follonero era un manipulador de voluntades, el que nos empujaba al caos, el que nos invitaba a levantarnos del asiento cuando un corte con precisión de cirujano nos arrebataba ese desnudo que estábamos esperando. Qué escándalo, cómo silbaba el patio de butacas cuando la censura nos dejaba con la boca hecha agua. En las películas del Oeste y en las de Bud Spencer y Terence Hill, que tantos nos gustaban, el follonero era la voz cantante cuando llegaba la hora de repartir los cates. Cada puñetazo era coreado por el respetable con el “toma, toma, toma...”.



El follonero, aunque a veces lo pareciera, no era imbécil, y sabía perfectamente que su papel de alborotador profesional requería del escenario adecuado para salir ileso. No en todos los cines se podía armar follón alegremente y eso lo sabíamos todos como si lo hubiéramos estudiado en el catecismo. Tu podías ir al Jurelico de Pescadería y al Pavía y participar en la película tomando partido en cada escena. Podías gritar en las terrazas de verano y silbar febrilmente cuando la rubia se quedara en bikini, que nadie te iba a llamar la atención. 


Sin embargo, había otros recintos que eran inviolables, como si fueran templos. El follonero llevaba grabado a sangre y fuego que en determinados cines no te podías pasar, y que lo más aconsejable era ver y callar sin molestar a nadie. Cuando íbamos al cine Moderno a nadie se le ocurría armar ningún escándalo porque teníamos asumido que la sombra de su propietario, el empresario Juan Asensio, estaba siempre rondando por encima de nuestras cabezas, y que él no permitía que la sesión se le fuera de las manos por muy valiente y divertido que fuera el follonero.



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