El tiempo y la vida en el Hospital Torrecárdenas

¿Es posible ser feliz en un hospital? Sí.

Hospital Universitario Torrecárdenas.
Hospital Universitario Torrecárdenas. La Voz
Juan Antonio Cortés
19:27 • 20 feb. 2023

Hay allí unas sillas. En las sillas hay almas en pena. Almas que, a veces, ríen como queriendo esquivar el miedo al encuentro con lo desconocido. Que, como en la noche oscura de la madre Teresa de Calcuta o de San Juan de la Cruz, habitan en una soledad que vive sola. Allí hay miedo. Un hombre bajito se levanta una y otra vez, se estira, da una vuelta por donde los ascensores, regresa a su silla, vuelve a levantarse. Una mujer apenas sostiene los nervios. Cada vez que se abre la puerta de entrada a los quirófanos, resopla, se pone en pie con inquietud, acude a preguntar. Es tal su ansiedad que no distingue al médico del anestesista, al enfermero del radiólogo, a la camarera que viaja con galletas y café del camillero que traslada a un enfermo a los umbrales del reino del bisturí. Pregunta siempre. Y punto. 



Adentro, en el pasillo que conduce a los quirófanos, hay una chica de dieciséis años con rostro de terror. Es adolescente, pero abrazaría, si pudiera, al peluche que le acompaña en sus sueños desde niña. Al lado, un señor mayor. Un tipo, digamos, conocido. Está solo. Un par de jóvenes con bata se acercan.



-Oye, oye, eres tú, le gritan.



Se ha dormido. En solo diez segundos ha caído en la caverna. Se llevan la camilla al matadero, que eso es para algunos. Un médico olfatea el café de un vaso de cartón. La joven se despide de sus padres. Abre sus ojos grandes sin pestañear. Se le ve hermosa. Hermosa, en la hora más amarga. Media sonrisa. Llora la madre al darse la vuelta. Llora, como esos padres que acaban de despedir a su pequeño de un par de años. El enano, estirado en la cama, los mira sin saber muy bien por qué. La camilla avanza. Comienza una cuenta atrás. Que para el reloj. "Cinco minutos bastan para soñar toda una vida, así de relativo es el tiempo”, decía Benedetti.



No son cinco, sino dos horas. Lento el segundero, la mañana cae a plomo sobre la sala de espera. Se mira la gente sin mirar a nada. Ni a nadie. Atentos todos a cualquier movimiento más allá del portón por donde salen y entran los héroes que un día aplaudimos a las ocho de la tarde. Y luego olvidamos. La amiga de la madre de la chica que soñaba con abrazar a su peluche, una enfermera con presteza, cruza medio hospital para entrar. Entrar, allí, es un verbo prohibido. Alguien mira por la rendija que separa la puerta corredera. Son penumbras que llenan de luces ocres la espera. La espera es eso. El tiempo se ha dormido. Al tiempo, que es relativo, no le gusta aquel sitio. Mudo, quieto, ensimismado, así se ha quedado un señor que también espera. A su esposa espera, que la están operando de alguna quebrancía. Sin noticias, la espera… desespera. Alguien agarra un rosario. Se aferra a la paciencia de Santa Teresa. Todo pasa. Solo Dios basta, parece estar diciéndose. A su vera, una cuarentona agarra un móvil. Porfía con los mensajes. Durante largos minutos, obstinada, no hace otra cosa. Otra manera de secuestrar el reloj interno.



Y, de pronto, el tiempo se acelera. Se abre la puerta. Zas. Una traumatóloga joven asoma. El segundero, inmóvil. El padre de la adolescente escruta los ojos de la médica. Busca en ellos una respuesta. Está tranquila, piensa. Se anima. Pero muy seria, infiere. Ora con la mirada. Los latidos cardíacos se desbocan. Sale el corazón por la boca. Angustia, zozobra, el mundo en un segundo. Hasta que se oye una voz que dice: 



-Todo ha ido bien.



Aprieta el rosario el tipo. Exhala. Las neuronas transmiten ahora una señal nueva. El cuerpo pesa menos. Corren por el pasillo hasta el Materno. Arriba, en la tercera planta, una sola cama. Casi un hotel. Por delante, horas eternas de dolor físico. También de esperanza. Desde una ventana grande y moderna se ve la torre del barrio y el añorado Juan Rojas. Abajo, una grúa. Como los viejos con las obras, el padre se entretiene en observar cómo actúan los brazos de la máquina. Sopla el Levante al norte de la ciudad del sol, que diría Naveros. En el hastío de Baudelaire, en el sol del invierno de Machado, gobierna, sin embargo, el placer de las cosas muy pequeñas. Una caja de bombones. Un oso suave que venía con los bombones. Pita el chivato de la medicación en vía. Un bebé que llora, una madre que ríe. Cuatro flores de pascua. El juego de adivinar, planta a planta, el lugar de la máquina del café. Veinte minutos para comprar un periódico. El recreo de vaticinar cuánto le queda al bus de la línea dos para que pase. El botón verde. La enfermera, ángel de la guarda que vaga por los pasillos oscuros de la noche taciturna. Una madre recostada en un sillón con la mano atrapada en la camilla de la hija. Una hija que se deja querer. Que vuelve a parecer aquella cría protegida por papá y mamá. La capilla. Una médica entra, reza, se esfuma en la bruma de la sexta planta.


Las galletas de la media tarde. La sensación de no saber qué día es. La tele, de negro. En el móvil no hay redes. Un gusto. Todo es tedio y todo reconforta. La debilidad humaniza. 


El Hospital Universitario Torrecárdenas es una ciudad dentro de la otra ciudad. En aquel promontorio, la muerte y la vida se funden en un abrazo. La vida es verdad. Es una isla, como la del salvaje Jhon de la reserva, que huye de la distopía de un mundo in(feliz). En el hospital no hay clases. Se sufre, se abraza, se vive. Las emociones están sueltas. El sufrimiento no tiene disfraz, hay una libertad camuflada bajo la aparente prisión sanitaria. Importa, como nunca, la familia. Un médico, la que vende los bombones: ellos son, allí, tu otra familia.


Al cabo, al volver a casa, el barrio parece más bello. Se tolera mejor la cagada del perro -del dueño, digo- en una acera. Un vino peleón sabe bastante bien. 


¿Es posible ser feliz en un hospital? Sí.


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