La Plaza de los pavos y de pelar la pava

Por Navidad, la circunvalación del Mercado era un zoco donde no faltaban los paveros

El entorno de la Plaza en los años 60.
El entorno de la Plaza en los años 60. La Voz
Eduardo de Vicente
20:00 • 19 dic. 2022

El espíritu de la Navidad paraba en la Plaza. Allí se instalaba una semana antes de Nochebuena, cuando los vendedores de los pavos voceaban su mercancía anunciando que traían “lo mejor del mundo”. El espíritu de la Navidad rondaba por la circunvalación a esas horas de la mañana en que las calles eran un hervidero y el Mercado Central y su entorno se constituían en un Estado independiente. No había una barraca libre y hasta los vendedores ambulantes improvisaban sus mostradores sobre el suelo con la certeza de hacer un buen negocio.



Allí se reunían los paveros, los polleros, los mercaderes de las panderetas y las mujeres que vendían las zambombas, y para completar la fiesta, de vez en cuando aparecía el trilero de turno para sacarle los cuartos a algún cateto dispuesto a hacerse rico por arte de magia, hasta que aparecían los municipales y tenían que salir corriendo.



Esa vida explosiva de las mañanas en la circunvalación del Mercado Central se ha apagado y ahora reina otro tipo de vida, la que le dan los bares que se han instalado alrededor, la mayoría de ellos, bares de copas que han creado un auténtico parque temático. Donde antes reinaban los pavos y los pollos, y el olor a coñac y anís de las mañanas, ahora pelan la pava los jóvenes de verdad y los jóvenes postizos hasta bien entrada la madrugada.



La Plaza y su entorno formaban entonces un mundo aparte, otra ciudad al margen de la ciudad, un espacio con sus propias leyes y sus horarios, sus ruidos, sus voces, sus olores y sus personajes. Allí, la vida comenzaba de madrugada, cuando abría la alhóndiga y los cafés de alrededor se llenaban de cargadores, vegueros, comerciantes y asentadores que organizaban los primeros negocios junto a la barra de un bar. A esas horas el Mercado olía a la verdura que llegaba en carros desde la vega, al anís y al coñac de los desayunos y al sudor recién estrenado de los estibadores que se dejaban la vida bajo los sacos de patatas y las cajas llenas de género.



El entorno del Mercado encerraba dos mundos: el de la madrugada y sus mañanas frenéticas, y el remanso de paz de las tardes. La Plaza estallaba con las primeras horas del día con el peregrinar continuo de gentes, de mercancías, de bultos que iban y venían, de prisas y de voces que formaban un universo donde todo estaba en venta. La Plaza languidecía a partir de las doce, como en un anochecer prematuro que iba cayendo lentamente mientras los puestos se iban quedando sin género y los comerciantes empezaban a recoger. A las dos y media de la tarde, cuando los últimos ruidos de la mañana ya se habían apagado, en la circunvalación del Mercado sólo se escuchaban los pasos de los últimos vendedores en retirada y el sonido de la radio de la Casa de Comidas de Luis Andrés Orta, donde siempre se escuchaba el mismo mensaje a la misma hora antes de emitir el primer parte de noticias del día: “Aquí Radio Almería, emisora E.A.J. 60, al servicio de España y su Caudillo Franco”.



Por la tarde, con los puestos cerrados, sin los vendedores ambulantes en la calle, la Plaza recobraba esa paz de días festivos  tan característica de una ciudad como Almería. Era como si de pronto cambiara el escenario y las carreras de la mañana, el alboroto que inundaba la zona, se transformara en un estado de calma absoluta.  Por las tardes reinaban las tiendas y los negocios que ocupaban los pisos bajos de los edificios de la circunvalación. 



Cuando cerraba la Plaza sólo sobrevivían los tenderos de toda la vida con sus establecimientos familiares que permanecieron abiertos durante décadas manteniendo sus antiguas formas de entender el comercio. En los años de la posguerra algunas de estas tiendas se  convirtieron en lugares de referencia. Uno de los negocios más importantes de la ciudad en aquella época fue ultramarinos ‘La Fama’, del comerciante Francisco Cortés Salvador. Estaba situado en la calle Aguilar de Campóo, frente a la puerta principal de la Plaza. Allí despachaban la harina de sémola que de forma racionada llegaba a la ciudad. La sémola no sólo alimentó las casas de muchas familias almerienses, sino que llegó a ser la medicina que recetaban los médicos para los enfermos del estómago y la papilla que utilizaban las madres para destetar a sus hijos.



De madrugada, antes de que amaneciera, alrededor de la Plaza reinaban los bares de cafés rápidos, de copas de coñac y anís. En el Puerto Rico, uno de los más recordados, había más ambiente en la puerta que en el interior del establecimiento. Desde  las cuatro de la mañana, la hora en la que abría sus puertas, la vida no cesaba en aquella esquina privilegiada de la Rambla del Obispo Orberá. 


De todos aquellos cafés mañaneros, refugio de vendedores y cargadores de la alhóndiga, el único que ha conseguido sobrevivir pegado a la fachada de la Plaza es el eterno Habibi, que sigue funcionando con sus churros del desayuno y su carne con tomate de tapa.


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