Cuento de Navidad: El viejo del garaje

La tarde en que iba a morir, el viejo entró por última vez en la casa grande, frente al garaje

Cuento de Navidad.
Cuento de Navidad. La Voz
Juan Antonio Cortés
20:03 • 28 nov. 2022 / actualizado a las 20:04 • 28 nov. 2022

La tarde en que iba a morir, el viejo se acurrucó en su butaca bailona al calor de las brasas. Aquel lugar era tan pintoresco que respondía a un arte aún no conceptuado: rodeaban al tipo un Renault 5 azul que desprendía un fuerte olor a gasolina, unas estrebes centenarias, una sartén gigante que trabajaba solo los días de aguacero, botellas de vino del país clasificadas -bolígrafo en mano- por cosecha y al menos diez cuadros de bodas y comuniones de hijos y nietos colgados en el saliente de la chimenea. 



Era invierno, diciembre de los de antes. Cenó. Cenó, sin demasiados complejos frugales, un par de huevos fritos y un boniato. Luego encendió una radio a pilas del tamaño de un Ducados. Chascó el tabaco, escupió una brizna y dio un par de caladas infinitas. Se despidió de alguien, en un susurro indescrifrable, pero como allí no había nadie, el viejo profirió una onomatopeya del todo ofensiva. Y mientras la AM iba sumando palabras a la tarde, el señor se amodorró, agachó la cabeza, roncó un par de veces y quedó hipnotizado. Para siempre.



La tarde en que iba a morir, el viejo entró por última vez en la casa grande, frente al garaje. Era mediodía. Abrió el portón con su llave de provenzal y, garrote en mano, con la luz grácil de la calle, medio a tientas, fue golpeando losas hasta llegar al armario. Se detuvo allí, en medio del gran comedor, y cogió un retrato de su boda. Lo limpió con el pañuelo y lo devolvió a su guarida. Hizo lo mismo después con el anillo de su amada, escondido en la penumbra de una taza de café de estilo británico. Lo secó, lo besó y lo guardó. Así estuvo el viejo durante unas tres horas. Fue adecentando, uno por uno, todos los tenedores, cucharas, vasos, copas y cuchillos. Desde que ella se fue, jamás se habían usado. Igual que la inanimada tele, sueño de telenovelas y programas de copla en tardes de brasero. Sujeta a una espalda ancha y pesada, con su pantalla de tubo y sus botones ochenteros, años llevaba en off aquel pobre cacharro. Pero el viejo, tozudo como pocos, no dejaba una telaraña viva. Todo, todo aquel habitáculo donde se fraguó la feliz monotonía de su matrimonio, era un altar intocable. 



La mañana en que iba a morir, el viejo recibió su última visita, pero el más joven de sus ocho nietos tardó poco en irse. Se diría que era un abuelo áspero, semblante tosco, de natural inquina a los abrazos y desafección por los afectos. El chiquillo era el único que aguantaba, con cierto estoicismo, las historias lentas y repetidas de marinero socarrón, pero aquel día decidió ser irreverente. Con no poco miedo en el cuerpo, el niño le pidió al viejo un favor entre prosaico e irrelevante: dormir en la casa nueva. Se echó las manos a la cabeza el anciano y, con un bizarro grito gutural, le indicó al nieto la puerta de salida. Se fue. Se fue el zagal del garaje, cargado de ira, y prometió no volver por allí hasta que aquel nonagenario misántropo cambiara su hosco ceño. 



Al día siguiente, tras el entierro, Daniel quiso entrar en el garaje. Y después en la casa. Mientras el resto de hijos y nietos se despedían en una huida rápida hacia el olvido, el pequeño buscó las llaves en el ribazo del bancal de los olivos. Pero no encontró ni rastro. Rastreó en las tejas de la cochera. Husmeó en el hormiguero de la fachada de cal. Fisgoneó debajo de una piedra de molino. Registró, turbado, cada palmo de la calle que separaba la casona de la rancia cochera. La tierra se había tragado las llaves. 



Había decidido abandonar la escena aquel pequeño valiente cuando se acordó de la lata de leche condensada. El artilugio, colgado de la rama de un eucalipto, servía de medidor de lluvias. En el linaje más bajo de aquel árbol achacoso había un mensaje para él. Atinó el chico a leerlo con cierta nostalgia. Se levantó y nada más se supo de él. 



Se dice en el pueblo que, años después, asomó la familia para buscar las herencias. La cochera, el lugar donde vivía el viejo más avaro de aquellos contornos, pasó a manos del octavo nieto, pero el caserón nunca más abrió su tablacho. Se secó el eucalipto. Y los olivos no se talaron en años. Sonaba, quejicosa, la lata de leche condensada en las madrugadas de viento. La sartén se durmió idealizando los pegados de harina de trigo. El Renault 5 se mantuvo, discreto, en el centro del cuadro y nunca dejó de oler a combustible añejo. Como el vino del país, tan añoso como desmemoriado. 



Arriba, en la casa de los días azules, ya no hay quien pelee con las telarañas. Fue tal el dolor del viejo, que prefirió llevarse las llaves a su nuevo destino antes que compartir la añoranza. Su hogar, el altar de las noches sin horas, debía quedar así. Por eso, días después de llorar a su esposa, se mudó al garaje. Allí estaba cerca de la tortura, lejos del desconsuelo. 


La noche en que iba a morir, justo antes de prenderle fuego a cuatro palos, arrancó el coche por última vez. Como cada atardecer, en un cíclico viaje a ninguna parte, metió la marcha tonta y se dispuso a emprender un plácido paseo en buena compañía. Miró a la derecha y le habló con una voz deleitosa, comprada para la ocasión. Inclinó el cuerpo con levedad, manso, y lanzó un beso, que se atrincheró en el vacío. Luego le dijo a ella que cómo lo había pasado. Que bien, parece que respondió. Salió del auto, radiante como unas pascuas, escondió unas llaves en la rebeca, preparó los huevos, esperó a que el boniato se arropara de almíbar de naranja y lió, con toda la quietud del mundo, un cigarro largo y feo. 


Temas relacionados

para ti

en destaque