La calera y el cortijo de ‘El Capricho’

En el Quemadero, subiendo hacia la Fuentecica, existen todavía dos vestigios de otro tiempo

Impresos en los muros de piedra se pueden ver todavía los huecos de los hornos de la antigua calera de la Fuentecica.
Impresos en los muros de piedra se pueden ver todavía los huecos de los hornos de la antigua calera de la Fuentecica. La Voz
Eduardo de Vicente
20:30 • 26 nov. 2022

Al dejar atrás la Plaza del Quemadero, tomando el Camino de la Fuentecica, aparecen los restos de lo que fue la antigua calera, que durante décadas se convirtió en el negocio más próspero y en la bandera comercial de todo un barrio. 



Todavía se pueden ver los huecos, impresos en los muros, de los hornos donde entraba la piedra caliza para ser transformada en la cal que después se vendía por la ciudad para las obras y para el aseo de las fachadas. Esta industria generaba una vida continua con un tráfico constante de carros que iban y venían cargados de cal. 



Había una cultura de la cal que venía de antiguo, cuando para higienizar las calles y evitar las epidemias, las autoridades sanitarias obligaban a llenar de cal las fachadas y las habitaciones de las casas. La cal era la pintura de los barrios pobres, una señal de pulcritud que indicaba que la humildad de las familias se llevaba con la máxima dignidad y por pobre que uno fuera podía tener la casa limpia por poco dinero.



Almería llegó a tener manzanas enteras de terrados encalados que centelleaban a la luz del sol. Era costumbre echarle una ‘lechá’ al suelo de la azotea para sanearlo y también para evitar las goteras, tan habituales en nuestra ciudad cada vez que llovía. La cal viva se compraba en terrones en la calera del Quemadero, aunque hubo un tiempo en el que los vendedores ambulantes la ofrecían por las calles al grito de: “A la cal blanquísima, niñas”.



Lo que queda de la calera sigue ahí, contándonos una historia de la que ya no quedan protagonistas. Es una reliquia, como la casa que aparece unos metros más arriba, un palacio en medio de un paisaje caótico. Sorprende encontrarse, en aquel lugar tan castigado por el abandono y por las construcciones destartaladas, una obra de tanta belleza.  Este paraje era conocido como cortijo ‘El Capricho’ y nació en la ladera norte del cerro de San Cristóbal. En las primeras décadas del siglo pasado, el cortijo estaba situado en un lugar bucólico, aislado de la ciudad, al que se accedía desde la Plaza del Quemadero.



El espléndido edificio de dos plantas tenía un gran salón rodeado de ventanales de madera de formas ovaladas, con espléndidos cristales de colores azules y rojos que matizaban el sol de la mañana. Un reloj colocado sobre una figura triangular, coronaba el caserón en la fachada principal. Cuentan que en los años veinte, cuando aquella pequeña barriada era una aldea de casas humildes y cuevas, las gentes se guiaban por el reloj de 'El Capricho'.   Aquella mansión, de hermosos ventanales y apoteósicas puertas, fue el lugar de retiro de don Joaquín López Murcia, uno de los grandes maestros de obras que tuvo la ciudad en las primeras décadas del siglo veinte. Allí pasaba su tiempo libre en compañía de su mujer, Isabel Hernández González y de sus diez hijos. 






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