La chaquetilla que te daba formalidad

La adolescencia era el salto del pantalón corto al primer traje de los domingos

Cuatro jóvenes con sus chaquetas de los domingos.
Cuatro jóvenes con sus chaquetas de los domingos. La Voz
Eduardo de Vicente
20:00 • 13 nov. 2022

La adolescencia fue un tiempo de grandes cambios para aquellos muchachos de los años sesenta que se dejaron el pantalón corto guardado para siempre en el armario. La adolescencia fue el salto del pantalón corto forzoso al primer traje de paseo de los domingos, aquella prenda que los llenaba de formalidad y como se decía entonces, los hacía parecer “de mejor familia”.






Con la chaqueta, con la corbata y con el pantalón de tergal, parecían adultos, aunque todavía no hubieran llegado a la mayoría de edad. El traje los transformaba en hombres con caras de niños, en adolescentes que parecían tener prisas por crecer. Cuando se cruzaban por la calle con algún conocido siempre había alguien que con voz de asombro les recordaba que se habían hecho hombres en cuatro días. 



La adolescencia era el final del pantalón corto, el primer traje, los primeros barrillos en la frente, aquella pelusa en el bigote que tanto te desorientaba cuando te mirabas al espejo porque te sentías en tierra de nadie: un niño que empezaba a tener cara de hombre. La adolescencia era la primer cuchilla de afeitar, la Filomatic de tu padre, esa otra forma de mirarte al espejo cuando necesitabas sentirte guapo. 



La adolescencia te descubría un nuevo territorio, el de los escaparates de ropa. Cuando éramos niños y los domingos nos llevaban a ver las tiendas no soportábamos la parsimonia de nuestras madres cuando empezaban a mirar vestidos y zapatos. No nos interesaban otros escaparates que el de los juguetes y el de las confiterías. Sin embargo, cuando llegábamos a la adolescencia descubríamos el placer de la moda y soñábamos con alguno de aquellos pantalones vaqueros que habíamos visto en un escaparate o como les ocurría a los adolescentes de los años sesenta, con las chaquetas de los domingos.



Porque el traje con chaqueta para un adolescente de aquel tiempo era la vestimenta de los días de fiesta. Una estampa habitual era ver a los jóvenes en pandilla dando vueltas por el Parque y el puerto, vestidos como si formaran parte de un mismo colegio. Con qué ilusión salían aquellos aspirantes a hombres, dispuestos a cruzarse con la niña que tanto les gustaba para impresionarla con su chaqueta recién cepillada, su pantalón perfectamente planchado y los zapatos rebosando betún.



El traje era la indumentaria oficial del domingo y uno no se lo quitaba hasta que llegaba la hora de acostarse. Se desayunaba con traje, se almorzaba con traje y por la tarde se iba al cine o al fútbol con traje. Las fotografías de los años sesenta en el estadio de la Falange nos muestran unas gradas repletas de hombres trajeados.



El traje daba mucho juego en los bailes. Era un signo de distinción, un arma de conquista. Un muchacho experimentaba un cambio radical cuando se quitaba la ropa de diario, se peinaba con brillantina, se echaba colonia y se enfundaba su traje limpio y sus zapatos relucientes. El traje te hacía un hombre antes de tiempo y te proporcionaba además ese aire de formalidad que tanto les gustaba a las jóvenes de entonces. Las muchachas iban al baile bien aleccionadas desde sus casas. Nada de golfos, mucho cuidado con aquellos que tenían las manos muy largas y te prometían amor eterno buscando un instante de placer. 


Bajo aquellas estrictas normas morales se hacía complicado el ligue, pero siempre te ayudaba ir bien vestido, llevar tu traje de moda, parecer un chico formal aunque no lo fueras y el corazón te latiera con más fuerza en la bragueta que en el pecho. 


Los bailes caseros eran entonces una ceremonia a la que se asistía con las mejores galas si el poder adquisitivo lo permitía: ellas con los vestidos de estreno de esa temporada y con la colonia de moda y ellos con traje y corbata. La fiesta comenzaba por la tarde, temprano, porque había que cumplir con un horario estricto, el que marcaban los padres de las muchachas, que no solían transigir en cuestiones de horario. Tenían que recogerse temprano y era obligatorio acompañarlas hasta la puerta de sus casas para que las volvieran a dejar salir al domingo siguiente.


Tan importante como el tocadiscos era el escenario del guateque. La habitación elegida se decoraba con motivos almerienses, con farolillos y guirnaldas, y alrededor de la improvisada pista de baile se colocaban las sillas para aquellos y aquellas que preferían quedarse sentados, mirando y hablando. Las miradas jugaban un papel fundamental en los guateques: las miradas cómplices de las parejas que empezaban a gustarse y la mirada expectante de la joven que aguardaba impaciente a que se les acercara el muchacho que le gustaba y la invitara a bailar, porque en aquella época la costumbre era que el hombre tomara la iniciativa. 


Cuando sonaban las lentas, aquellos adolescentes de chaqueta y corbata se llenaban de madurez cuando sentían en la piel el roce de un aliento cómplice.



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