La radio que te acompañaba en el vater

Nos acostábamos oyendo la radio y nos levantábamos con el transistor pegado al oído

Anita Sánchez Yebra, vecina de Alhabia, con su majestuoso aparato de radio que era la envidia del pueblo en los años 50. Foto: Museo de Terque
Anita Sánchez Yebra, vecina de Alhabia, con su majestuoso aparato de radio que era la envidia del pueblo en los años 50. Foto: Museo de Terque
Eduardo de Vicente
20:30 • 18 sept. 2022

La soledad me esperaba cada mañana en el váter, siempre a la misma hora, cuando recién levantado, todavía con los ojos entornados por el último sueño, escuchaba la voz de mi madre desde la cocina diciéndome: “Lávate bien la cara y espabílate”. 



Allí estaba aquella maldita compañera, esperando sin compasión a un niño al que la vida condenaba al martirio del colegio. Los momentos más duros del día estaban en aquellos amaneceres cuando entraba en el cuarto de baño con esa sensación de desamparo que muchos años después volví a sentir cuando estaba en el servicio militar.



La soledad me esperaba en el váter y yo contrarrestaba sus efectos con la radio en la mano. El transistor me protegía, como un escudo  que me  mantenía alejado de las preocupaciones de la escuela: de la tarea que se había quedado pendiente, del examen que me esperaba a primera hora, de las malditas garras del deber, siempre empeñado en estropearnos la infancia.



La radio humanizaba aquella primera hora del día mientras me lavaba la cara con la pastilla de Heno de Pravia reglamentaria, aquella del papel amarillo que nunca se terminaba. Salía del váter recién peinado y la radio seguía conmigo cuando sin ganas afrontaba la rutina del vaso de leche con galletas. En esos momentos sonaba la voz de José Gabriel Gutiérrez, aquel comentarista de Radio Popular y empleado de la casa Ruiz Collado, que unos minutos después de las ocho de la mañana nos contaba la última hora de la A.D. Almería. La voz del locutor, anunciando el partido que estaba a la  vuelta de la esquina, me daba ánimos para atravesar el desierto de las horas del colegio.



La radio, en mi casa, era una más de la familia. Lo mismo te la encontrabas en la mecedora, que encima de la cama, en la estantería de la cocina o sobre el mármol de la pila del patio. La radio llenaba todas las horas y todos los espacios. El recuerdo más lejano que conservo de ella es el de aquella radio de sobremesa que olía a café y a manos mojadas con lejía y detergente. Era la radio que escuchaba mi madre todas las tardes, la de las novelas llenas de amores imposibles, la radio del consultorio de la señora Francis, una radio acogedora que yo escuchaba desde la lejanía de la cama en una de aquellas tardes de invierno en la que dejaba de ir al colegio por un resfriado. Protegido bajo las sábanas, a medio camino entre el sueño y la vigilia, aturdido por las décimas de fiebre, las voces de la radio me abrigaban tanto como la vieja manta de pelo que mi madre extendía sobre mis pies.



Cuando llegaba el mes de junio, y dejábamos de tener colegio por las tardes, la radio nos acompañaba en las temidas horas de la siesta. Al menos en mi casa, los niños  teníamos la obligación de reposar la comida, porque según nos advertía mi madre, era la única manera de que nos alimentara el almuerzo como Dios mandaba. Así que con el último bocado en el paladar, teníamos que tumbarnos en busca de una siesta que nunca llegaba. Eran horas muertas, tiempo perdido, que solo conseguíamos llenar escuchando la radio, sobre todo aquel programa de los discos dedicados donde de vez en cuando descubríamos la voz y el nombre de alguna vecina del barrio que se había atrevido a descolgar el teléfono y llamar a la emisora para que le pusieran aquella canción de Manolo Escobar que tanto le gustaba a su madre, y que tanta ilusión le hacía escuchar en el día de su santo.



La radio formaba parte de la cama en la siesta y por las noches, cuando teníamos la costumbre de dormirnos con el transistor encendido. Los niños de mi generación crecimos escuchando a José María García, que en los años setenta era Dios para nosotros. Lo que decía García iba a misa y al día siguiente, en el colegio y después en el instituto, comentábamos el programa llenos de pasión.



No dábamos un paso sin la radio. Los domingos, cuando era costumbre que las familias se fueran de excursión al campo, siempre llevábamos el transistor a cuestas. A mí me gustaba mucho un programa que se llamaba el Gran Musical donde sonaban los éxitos del momento. Antes de que el radio cassette nos invadiera, nos aprendíamos las canciones de memoria a fuerza de escucharlas en la radio una y otra vez. 


En el coche solíamos oír las retransmisiones de los partidos de fútbol por la radio, el Carrusel que nos cantaba al instante que había habido gol en Castalia y que el árbitro había tenido que salir escoltado de Atocha bajo un chaparrón de almohadillas. Qué tristes anocheceres de domingo, cuando solo la victoria de nuestro equipo, cantada por la voz de nuestro locutor de cabecera, nos aliviaba la amargura irremediable del lunes que teníamos por delante.


Cuando empezamos a rozar la adolescencia y a disfrutar de los días de playa con los amigos, la radio se convirtió en un miembro más de la pandilla. No podíamos vivir sin la radio pegada al oído, aquella radio que nos quitaba los miedos del colegio al amanecer, la que nos abría las puertas del sueño cada noche, y aquella que en una madrugada del mes de febrero del año 1981, nos devolvió a la vida contándonos que el intento de golpe de estado de Tejero se había quedado en un susto.


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