El colegio de la Loma del Algarrobico

La escuela mixta de la Hermandad de Labradores estaba en la Molineta

Doña Isabel junto al que fue su segundo marido, Melchor Montoro, en la mesa de la escuela con el mapa físico de España colgado de la pared.
Doña Isabel junto al que fue su segundo marido, Melchor Montoro, en la mesa de la escuela con el mapa físico de España colgado de la pared.
Eduardo de Vicente
09:00 • 14 sept. 2022

Al acabar la guerra civil, Isabel Cerdán Molina tuvo la oportunidad de rehacer su vida. Atrás quedaban los días amargos refugiada en el cortijo familiar, la muerte prematura del marido, las bombas, el miedo a morir, el desencanto por los estudios que había tenido que dejar aparcados.



La guerra había terminado y era el momento de ponerse en marcha, de sacar adelante a su hija y de labrarse un porvenir que no la limitara a ser únicamente madre y ama de casa. Terminó el Bachillerato, se hizo maestra y se marchó en una larga gira que la llevó por varios pueblos de la provincia. En 1946, estando destinada en Bentarique, se enamoró y se volvió a casar. Él, Melchor Montoro, era un joven despierto con ambiciones que llegó a ser concejal del Ayuntamiento de Almería, diputado provincial y uno de los que pusieron en marcha la Hermandad de Labradores de San Isidro, germen de la Caja Rural.



Doña Isabel vivió años felices ejerciendo su profesión por los pueblos, hasta que por fin, en 1959, tuvo la oportunidad de conseguir una plaza en la ciudad y regresar, no solo a Almería, sino a ese rincón donde había pasado parte de su infancia y de su juventud: el cerro de la Molineta. Allí, junto a la casa familiar, en el paraje de la Loma del Algarrobo, en el Cortijo Cerdán, se puso en marcha la Escuela Patronal de San Isidro Labrador, destinada a la formación de niños y niñas que por primera vez pisaban un colegio.



Aquel año de 1959, cuando empezó a funcionar la escuela, en el aula se reunían más de treinta alumnos llegados de aquellos contornos, muchos de ellos educados en la libertad de los cerros, las balsas y los bancales, auténticos expertos en saltar por encima de las chumberas y en trepar por las ramas de los almendros en busca de nidos, pero que jamás habían visto una libreta ni sabían lo que era un libro. En esos primeros cursos había casos de niños que acudían a clase con las zapatillas rotas y con el estómago medio vacío. 






Doña Isabel reinaba en aquella modesta escuela encima de un cerro desde el que se dominaba la ciudad desde  la Sierra de Gádor hasta el Cabo de Gata. Aquello era el paraíso, un remanso de paz donde las voces de los alumnos repasando a coro las lecciones retumbaban en medio de un silencio que solo se veía alterado por los mugidos de las vacas de los establos cercanos.



La escuela ocupaba una vivienda encalada en cuya fachada destacaba una hornacina de madera con la figura del patrón del colegio. Debajo, aparecía un cartel con el nombre: ‘Escuela Patronal de San Isidro Labrador’.



Por dentro se resumía en una habitación amplia y soleada, con cuatro enormes ventanales por donde el viento entraba a sus anchas para renovar el ambiente y purificarlo. La estancia resultaba amable y acogedora, con bonitas cortinas estampadas y pupitres de madera con su hueco reglamentario para echar la tinta. La mesa de la maestra tenía un tintero con historia. Pertenecía a su padre y con él se habían dibujado muchos de los proyectos de obras que había ejecutado junto al arquitecto Guillermo Langle.


Siempre había un libro presidiendo la mesa de la maestra, y al lado, la bola del globo terráqueo donde los niños jugaban y aprendían a la vez. En la pared principal, detrás de la mesa de doña Isabel, como telón de fondo, aparecía un mapa de España que de los años, el polvo, el sol y las manos de los niños, conservaba ese color desgastado que acababan teniendo los objetos vividos.


Doña Isabel era una mujer firme y tierna al mismo tiempo, que sabía ser madre y maestra con sus alumnos. Su voz, imperativa y evocadora, sonaba llena de fuerza, como las voces de la radio y del cine. Ella sola sacaba adelante a una clase de más de treinta niños y ella sola los guiaba, siempre ordenados y en fila, cuando cada 15 de mayo se dirigían a la iglesia de Regiones para hacer las ofrendas a San Isidro.


Doña Isabel Cerdán Molina dejó su huella en varias generaciones de niños que a lo largo de veinte años pasaron por aquella pequeña escuela en el cerro de la Molineta. Allí aprendieron a leer, a escribir y a dar los primeros pasos en la vida.


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