Los que se alistaban en la Legión

En los años 70 hubo una campaña para reclutar jóvenes para la Marina y para la Legión

La Marina llamaba a los jóvenes a sus filas con campañas publicitarias en televisión. En la foto, el buque Juan Sebastián El Cano en Almería.
La Marina llamaba a los jóvenes a sus filas con campañas publicitarias en televisión. En la foto, el buque Juan Sebastián El Cano en Almería.
Eduardo de Vicente
09:00 • 30 ago. 2022

“A mí la Legión”, gritábamos los niños cuando jugábamos a las guerrillas callejeras. Habíamos escuchado aquella frase en las películas llenas de épica y romanticismo que nos vendían la imagen de un cuerpo de élite lleno de héroes.



El cine propagandístico del régimen nos hablaba de legionarios invencibles que habían ganado una guerra, de valientes a pecho descubierto que en el fondo eran tan sentimentales que se grababan en el pecho el nombre de la madre o de la novia que habían dejado en su tierra. 



Había una mitología alrededor de la figura del legionario que chocaba de frente con la realidad cuando llegaba al puerto un barco de Melilla cargado de soldados del Tercio. Aquellos paladines de la lucha y el honor perdían muchos puntos cuando desembarcaban y se iban de excursión por los callejones sombríos. No recuerdo nunca que un legionario de aquellos tiempos nos preguntara a los niños que salíamos a su encuentro por dónde se iba a la Catedral o dónde quedaba la Alcazaba o el museo. 



La mayoría de aquellos legionarios que de vez en cuando llegaban a Almería a hacer maniobras o a repostar, no tenían la estampa gloriosa que les había regalado el cine. Nos impresionaba verlos con las camisas abiertas, mostrando sus pechos y sus brazos tatuados, aunque fuera en pleno invierno y estuviera lloviendo a cántaros. No dudábamos de que ellos eran los novios de la muerte, pero también eran los amantes de la buena vida que para ellos pasaba por los antros de mala reputación y por las tabernas sórdidas que rodeaban la Plaza Vieja. 



Fue a comienzos de los setenta cuando se puso en marcha una ambiciosa campaña para captar voluntarios, tanto para Legión como para el ingreso en la Marina, que también necesitaba efectivos en una época donde las vocaciones castrenses empezaban a flaquear casi al mismo nivel que las religiosas. La juventud de entonces estaba inmersa en otras batallas que no pasaban ya  por el uniforme ni por ninguna guerra, por fría que pareciera.






Recuerdo que en la puerta del Cuartel colocaron un cartel con la imagen de un legionario y el eslogan: “La Legión os espera”. Los interesados podían entrar y preguntar los requisitos, que pasaban por tener más de dieciocho años y ser soltero o viudo sin hijos, ya que para servir en el Tercio, cuantos menos vínculos sentimentales, mejor. 



Muchos adolescentes de mi barrio se interesaron por esta oferta, buscando un futuro que sin estudios y sin trabajo se les negaba en su tierra. A aquellos que se alistaran en los tercios saharianos se les ofrecía el sueldo de sesenta pesetas diarias y dos pagas extraordinarias al año, además de las reglamentarias primas de enganche, mientras que para los que prefirieran no irse tan lejos y quedarse en el norte de África, el sueldo bajaba a treinta y seis pesetas por día. 


Los que se iban tardaban mucho en volver y cuando lo hacían llegaban tan cambiados que costaba reconocerlos. La vida en la Legión, en aquellos tiempos, te dejaba un sello imborrable, como si en vez de un año hubieran pasado diez. 


Por esa época comenzó la propaganda para conseguir voluntarios para ingresar en la Marina, que era el cuerpo al que casi ningún joven quería ir a hacer el servicio militar. En los anuncios por televisión escuchábamos cantos de sirena referidos a la Armada, como en aquel anuncio que decía: “Muchacho: la Marina te llama”, buscando adolescentes dispuestos a dar los mejores años de su juventud por la patria. El mensaje oficial te ofrecía una bicoca, un mundo idílico, la oportunidad de tu vida para ver mundo, para hacerte un hombre y para conseguir un trabajo seguro.


Muchos de aquellos niños inocentes que  allá por los años sesenta y setenta se atrevieron a vestirse de marineros el día de su Comunión acabaron odiando el uniforme, la gorra y los zapatos cuando unos años después la suerte, o más bien la mala suerte, los obligó a cumplir el servicio militar en la Armada.



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