La plaza entre Remasa y Correos

Los años 70 cambiaron la fisonomía de la plaza donde estaba el kiosco de la música

La Plaza del Educador, hoy dedicada a Juan Cassinello, en 1974.
La Plaza del Educador, hoy dedicada a Juan Cassinello, en 1974.
Eduardo de Vicente
20:34 • 13 jul. 2022

El kiosco de la música hizo que aquella plaza entre el Paseo y la casa de Correos se convirtiera en el corazón de la ciudad. Los domingos había concierto y todo el que salía a dar una vuelta acababa tarde o temprano deteniéndose delante del templete o visitando los urinarios públicos que desde 1916 ocupaban los subterráneos de la glorieta.



Los años setenta cambiaron completamente la fisonomía de la plaza. En 1967 empezaron a derribar el edificio del antiguo colegio de Jesús Maestro para construir el mastodonte de Correos que aún sigue en pie. La remodelación de la plaza empezó con las piquetas tirando a bajo el kiosco de la música y con un nuevo diseño que sembró de bancos su perímetro para convertir aquel escenario en un sitio de reposo, en el lugar preferido durante muchos años por los jubilados que en las mañanas de invierno se sentaban a tomar el sol y a contarse sus vidas. 



Para cambiar un poco más la imagen de la plaza y del Paseo a comienzos de los años setenta se iniciaron las obras del edificio Remasa, un gigante que la empresa de Requena y Martínez levantó para terminar de rematar el desastre urbanístico de la gran avenida. En 1974 la plazoleta del kiosco de la música estaba custodiada por dos edificios que habían contribuido a cargarse la imagen de la ciudad: el de Remasa y el de Correos. Por aquellos años el lugar  había dejado de tener un nombre concreto y los más jóvenes lo habían bautizado como la Plaza de la Leche. El misterio del apodo de la plaza nunca se ha terminado de resolver. Por fuertes que suenen las voces que desacrediten la veracidad del nombre popular de Plaza de  la Leche, lo cierto es que a ese histórico rincón del Paseo, frente al viejo edificio de Correos, una generación de almerienses la conoció con ese nombre, la Plaza de la Leche. 



Los adolescentes de finales de los setenta y de la década siguiente escogimos aquel lugar como punto de citas y convertimos sus bancos de madera en cuartel general donde durante la semana se organizaban las fiestas de los sábados por la tarde. Cuando no teníamos nada que hacer, nos íbamos a la plaza, nos comprábamos una bolsa de pipas calientes en el kiosco de enfrente y veíamos pasar ese río de la vida que transcurría por el Paseo. Quedábamos en la Plaza de la Leche, aunque el rótulo de la calle nos dijera que aquel escenario estaba dedicado a Juan Cassinello.



Unos decían que el apodo le venía por el color blanco como la leche que destacaba en medio del paisaje: el blanco de las losas del suelo y sobre todo, el blanco inmaculado de la estatua del Educador que en el año 1969 llegó para engalanar la plaza. En este monumento al maestro está la clave del apodo. Eso al menos es que lo que asegura el padre de la obra, el artista almeriense Jesús Martín Lao, que en 1969 esculpió la figura del educador que en sus manos sostenía un libro. El escultor cuenta que entre el entonces alcalde, Francisco Gómez Angulo, y el arquitecto  Javier Peña, lo convencieron para que creara  aquel símbolo que pretendía  darle prestigio a la céntrica plaza con motivo de la visita a Almería del ministro de Educación, señor Villar Palasí. 



En aquel tiempo el Paseo era la gran avenida de la ciudad y la Plaza del Educador un punto de encuentro diario donde no faltaban negocios importantes que le daban solera a la manzana. En una esquina destacaba la tienda de Radio Sol y en la otra la casa del reloj donde estaba instalada la oficina central del Banco Español de Crédito. Enfrente, en la acera del Paseo, todos los negocios y viviendas del edificio Remasa, con el Banco de Bilbao ocupando toda la planta inferior.



La Plaza del Educador tenía una cabina de teléfonos donde los domingos hacían largas colas los soldados que venían del campamento de Viator. A los jóvenes que nos reuníamos en los bancos a comer pipas calientes, nos gustaba guardar silencio para escuchar las conversaciones de los reclutas, las frases de amor que le dedicaban a las novias desde la distancia con la esperanza de que la tortura de la mili acabara pronto. Había un poso de tristeza en aquellas conferencias, la tristeza del exilio forzoso que representaba el servicio militar para tantos muchachos que perdían al menos un año de sus vidas en una ciudad lejana viendo pasar el tiempo y tachando días en el almanaque.



La Plaza del Educador tenía dos kioscos, uno era el de las pipas, que aunque no estaba en la misma rotonda formaba parte de ese mismo escenario. Allí hacíamos cola cuando salíamos del cine para gastar las últimas monedas del fin de semana. A veces, si el dinero no nos llegaba para grandes derroches, no nos importaba compartir una bolsa de pipas entre dos.

El otro kiosco era el de Carlos López Gómez, que en  los años setenta era uno de los más importantes de la ciudad por el volumen de ventas. Era un gran bazar donde se podían adquirir hasta periódicos y revistas que venían del extranjero.



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