El pan bendito que repartía San Antonio

Los Fraciscanos llevaban pan y el catecismo a los pobres

Eduardo de Vicente
08:59 • 14 jun. 2022

Aquel humilde fraile que llevaba al niño Jesús en brazos era un santo auténtico. Su presencia en las calles del Quemadero congregaba a cientos de fieles que bajaban de todos los rincones del barrio, hasta de las cuevas más alejadas de la Fuentecica, para pedirle salud y un poco de pan para los más necesitados, que entendían mejor la fe con el estómago lleno. 



El día de San Antonio las casas se engalanaban con sus fachadas recién blanqueadas, con mantones en las ventanas y con los niños vestidos con sus mejores ropas. Los vecinos salían al encuentro de una procesión multitudinaria donde no faltaban ni los alumnos de los colegios del barrio ni los que ese año habían hecho la Primera Comunión. Para las autoridades también era un día grande: iba el alcalde presidiendo, las fuerzas militares y hasta la banda municipal cerrando el cortejo. 



El día de San Antonio era la fecha más señalada en el distrito quinto, el barrio que se aglutinaba en torno a la iglesia de los Padres Franciscanos. En los años más duros de la posguerra, la festividad era aprovechada por los frailes para llevar el pan y el catecismo a las familias más necesitadas. Una frase muy utilizada entonces, era la que decía que “con pan y catecismo se regeneran las clases humildes”.



La procesión de San Antonio era todo un acontecimiento. Los miembros de las Juventudes Antonianas abrían la comitiva cantando su himno de forma ininterrumpida y los niños y niñas vestidos de primera comunión le abrían el paso a las autoridades de la ciudad, que también  participaban en el acto.



La Juventud Antoniana era una asociación creada por la iglesia para tener a los jóvenes bajo su control moral, lo más ajenos posible de los malos vientos que pudieran soplar en la calle. Tenían su sede en el local de los Franciscanos, donde recibían las directrices religiosas de la época y además podían ver cine, bailar y participar en actividades de entretenimiento, siempre bajo la vigilancia de los frailes.



Los jóvenes antonianos formaban parte de la vida del convento y tenían una participación activa cuando se acercaba el día de San Antonio de Padua y los frailes iniciaban su cruzada contra el hambre y la miseria por las zonas más deprimidas del Quemadero, de la Fuentecica, del Hoyo de los Coheteros y el de las Tres Marías. En las vísperas del patrón, los jóvenes, junto a los frailes, reunían a los niños de las catequesis antonianas, y a los más pobres les proporcionaban ropa y comida. La primera leche en polvo y los primeros quesos que mandaron los americanos al barrio fueron para los niños de los Franciscanos.



Para el día de San Antonio de 1956, el superior del convento, Fray Bernardo Zamora, reunió a 145 niños necesitados y “todos recibieron su trajecito y su desayuno”. Eran días grandes para el barrio, cuando las muchachas antonianas se distribuían en grupos para visitar los rincones más oprimidos del distrito llevando comida y medicinas a las casas y a las cuevas: “El peligro se retira, los pobres van siendo remediados”, cantaban las jóvenes.



Ese mismo año, los Franciscanos organizaron un banquete  en el comedor de la Tienda Asilo para más de cuatrocientos pobres del barrio, a la que asistió el Obispo para recordarles a los comensales que esos alimentos que de forma extraordinaria podían disfrutar era un obsequio generoso del Todopoderoso, que siempre estaba velando por ellos aunque no lo pareciera. Además de comida y ropa, los frailes organizaban los repartos de medicinas. La entrega la hacía  Juanico, el célebre mancebo de la farmacia de don Octavio, en la calle de Majadores, y eran cientos los hombres y mujeres que bajaban desde los cerros del barrio en busca de algún remedio que les remediara los problemas de salud.


El día de San Antonio era una jornada grande en el barrio. Las calles de Ramos y Restoy, que la tarde anterior se habían limpiado y regado con esmero, amanecían adornadas con bombillas y farolillos y en la Plaza de Jaruga instalaban las atracciones para los niños. Las campanas de la iglesia no paraban de tocar y los cohetes rompían el cielo anunciando la fiesta. 



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