Lo que costaba sacar una casa adelante

as madres hacían milagros para salir adelante cuando solo entraba un sueldo en la casa

Una familia de la calle Valdivia del barrio de La Chanca.
Una familia de la calle Valdivia del barrio de La Chanca. La Voz
Eduardo de Vicente
20:52 • 06 jun. 2022

Crecimos escuchando aquella frase tan repetida que decía: “Cómo se está poniendo la vida” y parece que estamos destinados a volver a ella ahora que hasta para comprar un kilo de fruta hay que coger la calculadora.



Crecimos viendo la cara de sufridoras de nuestras madres cada vez que nos recordaban lo mucho que costaba sacar una casa adelante. Ellas lo sabían muy bien, ellas que todos los meses obraban el milagro de llevar la nave familiar a buen puerto cuando solo entraba un sueldo en la casa. Eran auténticas malabaristas, capaces de estirar la paga hasta el último céntimo aunque a veces tuvieran que depender de la generosidad del tendero del barrio que les concedía el privilegio de comprar fiao. 



La última semana del mes solía ser un calvario para el pobre tendero que llenaba la lista negra con el nombre de sus deudores mientras le ponía una vela al santo del día para que le pudieran pagar. Es difícil encontrar una tienda en Almería donde no se quedara alguna deuda pendiente. 



A comienzos de los años sesenta Almería era una ciudad de familias numerosas que en un alto porcentaje dependían exclusivamente del sueldo del padre para sobrevivir. Era complicado encontrar un hogar donde el padre y la madre estuvieran trabajando y la mayoría tenían que conformarse con una sola paga, por lo que había que hilar muy fino para que el barco pudiera  seguir flotando. 



¿Cómo se conseguía? La respuesta es clara: reduciendo los gastos a lo más indispensable. En esa tarea las madres jugaban un papel fundamental porque solían ser las que mejor sabían sacarle todo el jugo a las monedas. “Aquí lujos no tenemos, pero no falta un plato de comida en la mesa”, era una de las frases que se repetía con orgullo en las casas humildes.



Los niños de aquella generación nacimos con el cinturón bien apretado, valorando más la libertad que nos daba la calle y sus juegos que cualquier regalo lujoso de los que lucían en los escaparates. Nos habían educado en la austeridad y habíamos asumido que nada sobraba, que los objetos no se tiraban aunque se rompieran, que un trozo de pan nunca podía terminar en el cubo de la basura y que no te podías dejar ni un trozo de patata en el plato porque costaba mucho ganarlo.



Cuando se te rompía la hebilla de la sandalia la llevábamos al zapatero y así nos duraba al menos otro verano. Cuando se te averiaba el coche o la muñeca que te habían echado los Reyes Magos tu padre te lo arreglaba, le daba una mano de pintura y te lo volvía a regalar al año siguiente. Las botas de agua que nos poníamos cuando llovía y las calles se llenaban de charcos estuvieron dando vueltas por los trasteros hasta que nos fuimos a la mili.



Como no se disponía de  dinero para planificar el medio plazo en las casas se vivía al día. Se compraba para el almuerzo y luego, por la tarde, se iba de nuevo a la tienda para organizar la cena. Lo importante era que no faltara nunca para comer, que los niños fueran bien puestos al colegio y si era posible, disponer de un dinerillo ahorrado por si hiciera falta acudir a un médico o para cuando llegara el mes de septiembre y había que afrontar el gasto de los libros. 


Teníamos la ventaja de que como estábamos bien entrenados, los niños de entonces no exigíamos demasiado, ni a la hora de comer ni a la hora de vivir. Los almuerzos solían ser muy simples, nos conformábamos con un plato de comida. La olla era la que mandaba en las cocinas cuando no sabíamos que existían las pizzas ni los macarrones a la carbonara. “Hay que comerse un plato de comida como Dios manda”, decían las madres y eso pasaba por un cuenco a rebosar y por una buena dosis de pan, con el que teníamos que rebañar hasta la última gota de caldo. El pan era de verdad el cuerpo de Cristo y formaba parte de nosotros desde que nos levantábamos hasta que volvíamos a la cama. Una tostada de pan para el desayuno; media barra para almorzar; un bocadillo en la merienda, y más pan para cenar. Comíamos tanto pan que el día en que el maestro me explicó que el sesenta por ciento de nuestro cuerpo, o tal vez más, estaba formado por agua, yo le contesté que el resto sería de pan.


Nuestro pequeño lujo de los domingos era una sartén de patatas fritas con huevos y medio litro de agua. Después, cuando fuimos progresando, cuando gracias a esa política de ahorro, de buen gobierno de nuestros padres, pudimos meter la cabeza en el pelotón de la clase media, las mesas de los comedores se adornaron de botellas de litro de ‘La Casera’, que pusieron un toque festivo en la austeridad de nuestros viejos manteles.


Como no sobraba el dinero, como sabíamos lo que costaba ganar una peseta, la mayoría de los niños no solíamos pedir demasiado. Poco nos importaba que el pantalón que llevábamos puesto fuera de nuestro hermano mayor, ni tener que estar usando el mismo lápiz hasta que solo le quedaban tres centímetros de vida, ni que los cumpleaños pasaran desapercibidos, sin fiestas y sin regalos. Lo que más nos gustaba era gratis y estaba en la calle. 


Sacar una casa adelante pasaba también por el tiempo que dilapidábamos en la calle, que era aprovechado por nuestras madres para poner orden en medio del caos. La calle nos daba libertad tanto a nosotros  como a ellas. Allí encontrábamos todo lo que realmente nos hacía felices. Sin esos ratos de calle nuestras casas no hubieran sido nunca un hogar.


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