Aquellos veranos del ‘chuloplaya’

La figura del ‘chuloplaya’ formaba parte del paisaje playero de cada verano

El gran Paco Barrilado fue en sus tiempos el más chulo.
El gran Paco Barrilado fue en sus tiempos el más chulo. La Voz
Eduardo de Vicente
21:00 • 30 may. 2022

Ser ‘chuloplaya’ no estaba al alcance de cualquiera. Había que tener un currículum de muchas horas de paseos por la orilla y de excursiones nadando a la boya, ciertas dotes de actor para no tener miedo al ridículo y una buena planta para poder exhibirla con descaro. 



La figura del ‘chuloplaya’ formaba parte del paisaje playero de cada verano, imprescindible como el que vendía los helados o como el hombre que alquilaba las barcas de pedales. 



El ‘chuloplaya’ tenía su título que lo acreditaba sin necesidad de diplomas o certificados oficiales. Se lo había ido ganando verano tras verano y era reconocido en ese foro incontestable de las barras de los bares y de las pandillas callejeras. 



El primero que se bañaba en la playa cuando todavía no había llegado el verano y el agua te helaba el corazón era siempre el ‘chuloplaya’. Llegaba con paso firme, dejaba la toalla en la arena, se quitaba la ropa con la retórica de un comediante y se colocaba en la orilla aguardando el momento oportuno para lanzarse al mar. Procuraba que hubiera alguien mirándolo y si ese alguien era un grupo de muchachas de las que frecuentaban la playa en busca de los primeros rayos de la temporada, mucho mejor. 



El verano estaba aún por llegar, el agua seguía congelada y la playa medio vacía, pero el ‘chuloplaya’ se venía arriba ante las adversidades, sacaba el pecho hasta la extenuación, se ajustaba un poco más el ya estrecho bañador y se tiraba el agua sin pensarlo, en un alarde de valentía y profesionalidad. Siempre había alguien en la orilla que le preguntaba que si el agua estaba muy fría, y él siempre respondía de la misma forma: “Está buenísima”.



El ‘chuloplaya’ tenía el umbral del frío un palmo más elevado que el del resto de los mortales, lo mismo que el listón del miedo. Cualquier atisbo de temor podía echar por tierra su fama. El día que se levantaba el viento de poniente y el oleaje dejaba el mar medio desierto, el ‘chuloplaya’ asumía el mando de las operaciones y ante la mirada de los indecisos que se limitaban a tomar el sol en la arena, se lanzaba al abismo en busca de un minuto de gloria. Nadaba unos metros y cuando superaba la zona del rompeolas levantaba los brazos como un triunfador y llamaba a sus amigos para que siguieran la senda que él acababa de trazar. 



Si era domingo y la playa estaba a rebosar, el ‘chuloplaya’ tenía que hacer horas extras y no se limitaba a caminar por la orilla marcando paquete como mandaban los cánones ni sacando el pecho a pasear, sino que escuchando el redoble de tambores que salía de su corazón, intentaba la proeza de alcanzar la boya sin detenerse. La playa lo miraba mientras él nadaba con firmeza en busca de su objetivo. Cuando lo alcanzaba tomaba la boya como un conquistador y saludaba disimulando el cansancio. Llegaba asfixiado, pero tenía que camuflar cualquier indicio de fatiga porque el ‘chuloplaya’ nunca se cansaba, como nunca podía tener frío ni miedo a un temporal.



El ‘chuloplaya’ solía llevar el Meyba bien ajustado, con su paquete de Winston en la cintura y sus gafas de sol. En aquellos años la depilación era solo cosa de mujeres y era habitual que los hombres exhibieran el pelo con orgullo. Si el ‘chuloplaya’, además de ser chulo y guapo tenía pelos en el pecho, no había quien compitiera con él. Qué bonita estampa la de los pectorales cubiertos de vello y rematados por un par de cadenas de plata o por alguno de aquellos cordones de cuero que pusieron de moda los hippys ambulantes que se instalaban en el Paseo.


El ‘chuloplaya’ no solía llevar sombrilla porque necesitaba ser el más moreno del lugar. Al contrario, cuando empezaba el verano se untaba la piel con aceite de oliva para tostarse al sol. Nadie estaba más bronceado que él, ni nadie sabía caminar por la orilla como lo hacía el ‘chuloplaya’, acostumbrado a jugarse el tipo por aquella pasarela estival. Siempre llevaba su peine reglamentario para arreglarse el cabello cuando salía del mar. Nadie marcaba el paquete como el ‘chuloplaya’ ni nadie agitaba el pelo con tanta estética como lo hacía él cuando después de darse un chapuzón emergía desafiante y se sacudía la cabeza como si fuera el mismísimo Poseidón. Si la orilla estaba muy concurrida y el agua llena de niños y de domingueros, el ‘chuloplaya’ corría el riesgo de pasar desapercibido entre la muchedumbre, en esos casos tenía el recurso de alquilar una barca de pedales, llenarla de niñas y lanzarse a la aventura en medio del mar.


El ‘chuloplaya’ nunca tenía frío ni utilizaba la toalla para secarse. Prefería hacerlo al sol y dejar que el salitre le fuera curtiendo la piel. Cómo disfrutaba cuando recién salido del agua, alzaba  la mirada al cielo con el pecho  hinchado, mientras las gotas de agua que le caían del cabello le iban refrescando la piel. Sabía que lo miraban, quería que lo miraran, necesitaba que lo estuvieran mirando. 


El ‘chuloplaya’ no tenía días de descanso, se pasaba las horas muertas dando bandazos entre el mar y la arena, aguantando con estoicismo los días más duros del verano, el fuego insoportable de la arena y el hambre que a todos nos llegaba después del último baño de  la tarde. Mientras los demás apurábamos nuestro bocadillo reglamentario a la caída del sol, el ‘chuloplaya’ miraba para otro lado, sabiendo que un simple bocata de sobrada o una humilde rebanada de mantequilla podía echar por tierra en un segundo toda su reputación.


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