La vuelta a las puertas y a los trancos

Un grupo de vecinos del casco histórico quiere recuperar la vieja costumbre de la calle

Eduardo de Vicente
22:36 • 09 may. 2022

Un grupo de vecinos del casco histórico ha cogido la cubeta y se ha metido en el laboratorio para ensayar una forma de vida que estaba anclada como un fósil en nuestro inconsciente colectivo. Ha sacado las sillas al tranco, ha conquistado la acera y ha vuelto a la calle para mirarse a los ojos y para contarse la vida. 



Lo de volver a vivir en las aceras y volver a vivir entre vecinos y no contra vecinos, como hace cincuenta años, es un experimento que habrá que ver si tiene futuro. Recuperar una forma de vida que estaba casi extinguida parece imposible porque han cambiado tanto los contextos que supondría renunciar a pilares fundamentales en la vida actual como olvidarse del ordenador y del móvil durante unas horas y apagar la televisión, todo ello sin la coartada de los bares, que son el escenario principal de convivencia actualmente. 



Tampoco sería fácil volver a mirar a los ojos a los vecinos, en estos tiempos que corren donde la tendencia es evitarlos cuando te los cruzas en una escalera o coincides en un ascensor. Volver a la vida vecinal, volver a sentarse al fresco en las noches de verano en las puertas de las casas podría ser toda una conquista social siempre que la reunión no degenerara en una sinfonía de móviles y de vecinos mandando whatsapp



La calle ya no es lo que era. Ya no forma aquella pequeña patria en la que los niños crecíamos y nos educábamos en absoluta libertad. Nuestra calle era nuestro patio de recreo, como una prolongación de nuestra casa pero con la ventaja de que en la calle éramos nosotros los que poníamos las normas.



La cohesión vecinal llegaba a tal punto que la gente compartía sus vidas en la puerta y se contaba sus alegrías y sus miserias como en una gran familia. Las mujeres se desahogaban entre ellas cuando tenían un problema y todo el mundo se enteraba de los embarazos prematuros, del novio que se llevaba a la novia, del muchacho que había dejado los estudios para aprender un oficio y de la niña que había manchado por primera vez. Se compartía hasta la muerte y cuando en tu calle tocaban a difunto, ese día, por respeto, los niños no podíamos armar alboroto y nos enseñaban a compartir el duelo aunque solo fuera por unas horas. 



Conocíamos a todos los vecinos y también sus historias. Casi todas las familias de los años sesenta, al menos las que yo conocí en mi barrio, traían historias complicadas, vidas de novela como se decía antes, marcadas casi siempre por esa gran ruptura social y sentimental que fue para todos la guerra civil. Todos conocíamos a alguna de aquellas familias que se tuvieron que venir de su pueblo para poder comer y criar a sus hijos y todos conocíamos sus historias de supervivencia porque siempre se acababa hablando de ellas en la tertulias de las noches de verano, allí sentados en los trancos al fresquito. 



En aquel tiempo todo te invitaba a salir fuera, a coger la silla y colocarla en la acera con absoluta tranquilidad sin riesgo a ser atropellado por un vehículo o a que un delincuente te quitara el reloj. Ver un coche era tan extraño que cuando pasaba uno los niños echábamos a correr detrás celebrando el acontecimiento. Había que hacer vida fuera porque las casas, al menos las de los barrios, no reunían las condiciones de ahora y en los inviernos hacía menos humedad en la puerta que en el comedor. En los veranos ocurría lo contrario, que dentro de la vivienda te asabas de calor y teníamos que salirnos fuera para sobrellevar las altas temperaturas. Formaba parte de nuestro inventario de imágenes de la infancia aquella de las mujeres baldeando su puerta con un cubo de agua en la mano. Cuando se retiraba el sol salían las mujeres a refrescar la calle y prepararla para la tertulia nocturna. Era costumbre también cenar en la puerta y compartir el cántaro del agua  fresca, eso sí, sin chupar. 



Todo te empujaba a vivir en la calle, en invierno y en verano. Cuando por las tardes mi madre se metía en la ardua tarea de fregar la casa de rodillas nos mandaba a los niños a la calle, al menos hasta que se secara el suelo. En las familias donde había un niño pequeño, que entonces eran en casi todas, nos invitaban a irnos a la calle cuando se dormía después del biberón. “Cómo me despertéis al niño os vais a enterar”, decía mi madre, y allí íbamos nosotros, tan felices, a disfrutar de un par de horas de eterna felicidad.


La calle fue para muchos de nosotros la mejor definición de la felicidad. No había ningún juego de mesa que lo superara, ni ninguna lectura que estimulara más nuestra imaginación que pasar un rato sueltos como piratas sin ninguna obligación y sin ninguna vigilancia. La calle nos igualaba, nos acogía con la misma generosidad al pobre y al rico, al torpe y al discreto.


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