La mujer que vivió vestida de hombre

Era Antonia ‘la Torreña’, la primera mujer que se puso pantalones en la posguerra

Antonia Cortés, ‘la Torreña’, ejerciendo su oficio de limpia botas.
Antonia Cortés, ‘la Torreña’, ejerciendo su oficio de limpia botas. La Voz
Eduardo de Vicente
20:47 • 01 may. 2022

Era una mujer vestida de hombre. Dicen que fue la primera en Almería que ocultó su feminidad debajo de un traje. Todos los meses se pasaba por la peluquería de Uclés, frente al puerto pesquero, a que le arreglara el pelo, siempre con un corte varonil, siempre con las patillas recortadas en pico.



Antonia Cortés era su nombre, pero todos la conocían con el apodo de ‘la Torreña’. Todo el mundo sabía que era una mujer, pero todos tuvieron que aprender a mirarla como si fuera un hombre. Hay quien cuenta que vivía ‘junta’ con una vecina del barrio, con Dolores ‘la Coja’, otros aseguran que tenía un novio formal y que el ir vestida de hombre fue como consecuencia de un trauma infantil, pero que en el fondo sentía y amaba como cualquier mujer. 



Todo el mundo opinaba pero tal vez nadie sabía su verdadera historia, el verdadero motivo por el que ‘la Torreña’ decidió que tenía que vivir vestida y peinada como si fuera un hombre hasta el último instante de su existencia. 



Una existencia que no tuvo que ser fácil para una mujer que fue niña de la guerra civil y superviviente de la posguerra que le cortó la juventud a toda una generación. Su adolescencia fue el hambre y su único camino el trabajo en la calle. Cuando la necesidad apretaba tuvo que seguir la senda de tantos hombres de su barrio y ponerse a limpiar zapatos y a vender billetes de lotería por las puertas de los cafés del Paseo. Allí iba ‘la Torreña’, vestida siempre de hombre, con un traje gris lleno de cicatrices, con una boina negra sobre la frente, con el pelo a lo garçón, con sus patillas recortadas en pico, con aquella piel morena que brillaba como el jaspe en los días de calor, tanto como el diente de oro que aparecía detrás de cada sonrisa. 



Apariencia masculina



No se quitaba el traje ni en el mes de julio, era su segunda piel, la que le daba esa apariencia masculina en la que ella se refugiaba. Dicen que en su afán de que todos la vieran como un hombre llevaba los zapatos tres tallas por encima de lo que le correspondía. 



‘La Torreña’ recorría Almería de una punta a otra con sus billetes de lotería. Tal vez por sus rarezas, existía la creencia de que aquella mujer vestida de hombre traía suerte, por lo que cuando llegaba el sorteo de Navidad hacía su agosto vendiendo décimos a mansalva a la gente del mar. Una parte de la paga que en aquellos días traían los pescadores se reservaba para comprarle un décimo a ‘la Torreña’ y colocarlo cerca de la estampa de la Virgen del Carmen a ver si obraba el milagro. 



Cuentan que los muchachos solían gastarle con frecuencia una broma preguntándole que si la habían llamado ya para el servicio militar. Ella no se enfadaba, todo lo contrario, le seguía el juego y les decía que se había librado “por estrecho de pecho”. 


Los domingos dejaba los billetes de lotería y se agarraba al cajón de madera, al cepillo y al betún e instalaba su puesto en el kiosco de bebidas que montaban en el Parque Nuevo. Iba en busca de los grupos de amigos que tenían la costumbre en aquel tiempo de tomarse un aperitivo en los veladores del establecimiento. Con el dinero que les sobraba de la cerveza juntaban unas pocas monedas para que ‘la Torreña’ les dejara los zapatos como si fueran nuevos. Como la vida no estaba para grandes excesos, ‘el limpiabotas’ solía ir mezclando un poco de betún y un poco de saliva para que los zapatos cogieran brillo y que los clientes repitieran. 


José del Pino, ilustre vecino de la Rambla de Maromeros, ya fallecido, contaba con frecuencia que el secreto de Antonia ‘la Torreña’ para dejar más limpios los zapatos que ningún otro betunero era ese toque personal del escupitajo con el que remataba casi todas sus faenas. Medio en broma medio en serio, siempre había algún cliente que le decía “échale un poco de betún aunque sea para disimular”.


Entre la lotería y el betún aquella mujer vestida de hombre iba sobreviviendo, sabiendo que nunca se iba a hacer rica. Era mucha la competencia que había entonces en el oficio. El barrio de la Chanca, su barrio, era un enjambre de limpiabotas. El que no estaba embarcado se dedicaba a darle lustre a los zapatos ajenos. 


El número de limpiabotas se había disparado en toda la ciudad desde los años de la posguerra, apareciendo betuneros de aluvión que con cuatro harapos, un cepillo y un poco de betún se dedicaban a perseguir clientes.  


Las autoridades trataban de poner orden exigiendo placas identificativas y haciendo hincapié en la uniformidad de los betuneros y de los vendedores ambulantes para que fueran debidamente vestidos y aseados en su oficio de cara al público. Se acordó la ropa de color oscuro para los betuneros, a los que además se les exigió que desempeñaran su oficio bien afeitados y pelados al cero. 


La buena de la ‘Torreña’ cumplía las normas sin necesidad de que ni un bando municipal ni el propio alcalde en persona viniera a recordárselas. Ella iba siempre con su traje de chaqueta, viejo pero al fin y al cabo traje, con la cara limpia y brillante y con el pelo bien recortado. Era pobre, no lo negaba, pero curiosa.



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