Cuando había clase hasta los sábados

A finales de los 60 quedaba algún colegio donde la semana lectiva llegaba hasta los sábados

Un maestro impartiendo la lección en el colegio de la Salle del barrio de Los Molinos a mediados de los años 60.
Un maestro impartiendo la lección en el colegio de la Salle del barrio de Los Molinos a mediados de los años 60. La Voz
Eduardo de Vicente
20:59 • 20 abr. 2022

La educación ha cambiado tanto que hay niños que acuden con placer al colegio, algo impensable hace cincuenta años, cuando la escuela suponía para la mayoría de nosotros un auténtico vía crucis, una batalla diaria contra la cruda realidad de las obligaciones que nos imponían desde que cumplíamos seis años. 



Las horas del colegio eran un paréntesis en la infancia. Dejábamos de ser niños nada más atravesar la puerta de la clase y nos convertían en adultos prematuros a base de tareas, de disciplina y también de miedo, porque vivíamos bajo la amenaza constante del castigo. 



Teníamos que ser listos a la fuerza porque el torpe se quedaba relegado en la cola del pelotón y teníamos que ser buenos por decreto si no queríamos recibir una tanda de palmetazos. Había maestros duros que se empleaban sin concesiones: si no te sabías de memoria la vida del río Ebro o la tabla de multiplicar pasabas por delante de la vara; si no llevabas hecha la tarea corrías el riesgo de quedarte una hora más en el colegio cumpliendo condena, porque no había entonces una pena mayor para un niño que quedarse en el aula después de las cinco de la tarde.



Qué impotencia tan grande te invadía cuando veías que el resto de los compañeros se iba a su casa, en medio de la algarabia general, y tú te quedabas encadenado al pupitre, sabiendo además que el castigo iba a ser doble porque tu madre o tu padre te estarían esperando después para dictar otra sentencia. En aquellos años el maestro siempre llevaba razón y aunque uno tratara de justificar después su comportamiento, los padres acababan apoyando la decisión del profesor.



Nos quedábamos desamparados en aquella inmensa soledad del aula, haciendo los deberes que estaban pendientes mientras la tarde iba muriendo al otro lado de la ventana, de esa maldita ventana por la que se colaban a nuestro pesar los gritos de los niños que a esa hora disfrutaban de su libertad jugando en la calle.



Nunca se me ocurrió decir en mi casa que el maestro me había pegado o me había obligado a arrodillarme en una esquina del aula porque sabía que mi coartada no tendría ningún valor y mi madre acabaría diciéndome: “Más te tenía que haber pegado”.  Los castigos de la escuela acababas masticándolos en solitario hasta que aprendías a recibir los varetazos con firmeza, mirando al tendido, desafiando la incontestable autoridad del profesor y sin derramar una sola lágrima porque lo más importante en aquel trance era salir indemne ante la mirada del resto de la clase. Si te dolía te aguantabas y volvías al pupitre con una sonrisa, sabiendo que acababas de entrar en el olimpo de los dioses. Había otra forma de castigo que dependía del maestro, sino de la propia familia. Era el castigo de las clases particulares, que también te obligaban a quedarte en el colegio después de una interminable jornada.



El colegio era tan duro porque veníamos de la calle, donde la ley éramos nosotros, donde no existía otra autoridad que la del que más corría o el que mejor jugaba a la pelota o la que más saltaba a la comba. Pasar de la libertad absoluta de la calle a la disciplina del aula era para muchos de nosotros un salto traumático. La calle era el reino de los cielos, la tierra prometida, pero la mayor parte del día la pasábamos en el colegio en una época donde en la mayoría de los centros, al menos en los privados, la semana lectiva era de seis días. A mediados de los años sesenta había clase hasta los sábados por la tarde, lo que acentuaba el suplicio de los pobres niños que solo tenían el domingo para descansar. A finales de la década se relajaron las normas y se acordó que la jornada del sábado fuera solo matinal. La lista de conquistas se agrandó a comienzos de los años setenta, cuando por fin dejamos de tener colegio los sábados. 



Aunque el calendario escolar se acortara de lunes a viernes, muchos seguimos sufriendo el colegio como una tortura, y cuanto más tiempo libre teníamos, cuántos más puentes llegaran y más vacaciones disfrutáramos, más dura se nos hacía la vuelta a clase. 



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