Todo tenía cabida en la vieja Rambla

Nada parecía extraño en el cauce, ni un bidón de tostar garbanzos ni un tranvía infantil

Niñas de los años 70 jugando en el tranvía de madera.
Niñas de los años 70 jugando en el tranvía de madera. La Voz
Eduardo de Vicente
20:56 • 17 abr. 2022

Desde los primeros años de la posguerra hasta que por fin se acometió la obra de la nueva Rambla se sucedieron los intentos de integrar el viejo cauce en la ciudad, que aquel lecho que nos recordaba las historias de la gran inundación se incorporara a nuestra vida cotidiana como un barrio más. 



Había que humanizar la Rambla, que dejara de ser esa frontera que históricamente había separado el casco urbano de la vega, el muro que nos impedía crecer hacia el único escenario que era posible, el de levante. Había que hacerla más atractiva convertirla en un parque con alma de desván donde casi todo pudiera tener cabida. Hubo quien se tomó esta aspiración al pie de la letra y siguió usando el cauce para tirar los muebles viejos y los escombros. Hubo quien utilizaba los rincones más ocultos como váter y quien se cobijaba debajo de los puentes para mirar a las adolescentes cuando iban al instituto ajenas al mirón que se apostaba debajo de sus faldas. 



Pero la voluntad del Ayuntamiento fue siempre rescatar la Rambla como una zona de esparcimiento y de desahogo. En su intento por adecentar el cauce, incrementó la vigilancia en la zona, estableció multas para todo el que abandonara un animal o depositara basura, y a la vez emprendió la repoblación forestal del lecho con la implantación de 3.800 moreras traídas de Murcia y Orihuela. De  esta forma, se unía a un proyecto nacional que invitaba a todos los municipios de España a “repoblar el país de moreras para contribuir a la riqueza de la patria”.



En el invierno de 1943 se inició la plantación masiva a cargo de una centuria de Aprendices y otra de Rurales de las Falanges Juveniles de Franco. Los jóvenes voluntarios formaron grupos de trabajo que los domingos, desde el amanecer, se iban turnando para llenar de árboles los dos lados del cauce.



De aquel trabajo repoblador nos beneficiamos los niños que vinimos después, los que nos encontramos la Rambla llena de árboles y de las hojas de mora con las que alimentábamos a los gusanos de seda que todas las primaveras criábamos en modestas cajas de zapatos. 



Había que llenar de vida la Rambla como fuera, casi siempre sin ningún plan global, solo a base de ocurrencias que no llegaban a cuajar. Durante varios años se utilizó para recibir la feria de ganados y durante los días de agosto para celebrar pruebas deportivas que convocaban a miles de almerienses en el cauce. El viejo muro de piedra se utilizaba entonces como grada en una época en la que el umbral del peligro estaba tan alto que casi todo estaba permitido aunque corrieras el riesgo de una caída desde arriba.



Casi todo tenía cabida en la Rambla. Nada parecía extraño allí abajo, como si las leyes se relajaran, como si aquel escenario fuera la tierra del primero que la pisara. Lo mismo te encontrabas un bidón de lata donde un viejo artesano tostaba garbanzos desde el amanecer que dos pistas deportivas, un campo de prácticas de una autoescuela o el vagón de un tranvía de madera que abanderaba un improvisado parque infantil de tráfico.



El último intento de que la Rambla pareciera más amable y tuviera vida durante todos los días del año fue ese parque infantil donde iban los niños a dar lecciones de tráfico y donde montaron un humilde tobogán y el famoso tranvía donde casi todos, alguna vez en nuestra vida, nos hicimos una foto.


Aquellos sábados de los primeros años setenta, cuando funcionaban las pistas polideportivas y el parque infantil, la Rambla se llenaba de niños y entonces sentíamos que se había conseguido la vieja aspiración  de incorporar el cauce a la ciudad. A veces, cuando se organizaban pruebas de coches la grada de madera que montaron junto al muro se llenaba de público y la Rambla vivía sus momentos de gloria. Solía ocurrir que casi todos los años, en otoño o en primavera, caía un aguacero cercano y con la tormenta salía la Rambla con las escrituras en la mano para llevarse por delante todos nuestros sueños y devolverle a aquel escenario fronterizo todas y cada una de sus históricas miserias.


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