El retrato de la Puerta de los Perdones

Casi todas las bodas y los bautizos terminaban allí cuando funcionaba la parroquia del Sagrario

Eduardo de Vicente
08:58 • 05 abr. 2022

En la Puerta de los Perdones de la Catedral están escritas las historias de amor que se sellaban en la parroquia del Sagrario y se festejaban en la calle, cuando los novios, la familia y todo el que pasaba por delante, posaban ante la cámara mágica. El fotógrafo decía “poneros todos”, pensando que cuantos más salieran en la foto más posibilidades de hacer negocio tenía.



Se podía escribir una historia del barrio a través de las fotografías de la Puerta de los Perdones. Recogen momentos felices, retazos de juventud, la culminación de tantos noviazgos que necesitaban el consentimiento de la iglesia para poder unirse de verdad. La mayoría de aquellas parejas que pasaban por la capilla del Sagrario en los años cincuenta eran gente humilde, familias que seguramente habían tenido que estar meses ahorrando para que la novia se hiciera el vestido y para que el novio pareciera un príncipe aunque solo fuera por un día. 



El momento de la fotografía era el instante supremo de la celebración porque aquellos retratos encerraban el misterio de la eternidad. Pasaba la boda, pasaban las ilusiones, el amor se iba erosionando, y las fotos iban sobreviviendo a todas las adversidades, encerradas en una lata de carne de membrillo o asomadas a la ventana de un humilde marco de madera y cristal.



Pasaba el tiempo y los retratos de bodas seguían allí, intactos, contándonos la historia de los días felices cuando poco importaba la dureza de la vida y que la austeridad de aquel tiempo no permitiera grandes festejos: ni viajes de novios grandiosos ni grandes convites, que se limitaban al comedor de las casas, a unos cuantos bocadillos y al vino peleón que se compartía con la familia.



Había mucha felicidad en aquellos retratos en la Puerta de los Perdones. La felicidad de los que tenían toda una vida por delante. La felicidad de una pareja que esa noche iba a unir sus cuerpos, seguramente por primera vez, después de que un sacerdote les hubiera unido el alma. Después llegaría la realidad del día a día: la dureza de la vida compartida, los sufrimientos de los hijos, la mano inexorable del paso del tiempo del que sólo se salvarían aquellas viejas fotografías de recién casados que sobrevivían a varias generaciones.



En esa misma puerta posaron Rafael Pérez Hernández y Pilar Sánchez Delgado cuando contrajeron matrimonio de la mano de don Francisco Sánchez Egea, el cura jorobado que había conseguido por oposición la plaza de párroco del Sagrario. Eran los primeros años cincuenta y hacían una buena pareja. Él, Rafael, tenía su taller de platería en la calle Real del Barrio Alto, y ella, Pilar, venía de una familia muy conocida de la Almedina, ya que su padre era el confitero Antonio Sánchez Zea.



En aquel retrato que se hicieron en la Puerta de los Perdones brilla un instante de felicidad que seguramente no volvió a repetirse con frecuencia a lo largo de sus vidas. No tuvieron un camino fácil, ni en el trabajo ni tampoco en el familiar. Su minuto de gloria se resume en aquella foto de boda, delante de un portón que tampoco aguantó el paso del tiempo y acabó cayendo en el olvido. 



La capilla del Sagrario y su Puerta de los Perdones ya forman parte de la historia de los que nacimos en el barrio. Allí se casaron nuestros padres, allí nos bautizaron y allí nos dieron la Primera Comunión. Para muchos de nosotros aquella capilla, situada en la esquina de poniente del  templo, tenía algo de iglesia de pueblo: pequeña, fría y adornada en la entrada con la pila bautismal donde  jugábamos a  llenar de agua bendita a todo el que se nos cruzara por delante. 


La Puerta de los Perdones estaba rodeada por asientos de piedra y flanqueada por un pequeño jardín, sórdido y destartalado, protegido por una  gran verja de hierro que acentuaba el aspecto de abandono de aquel entorno. En aquellos hierros oxidados que terminaban en puntas de lanzas jugábamos los niños como si estuviéramos en el patio de nuestras casas. Trepábamos por la verja, profanábamos lo que quedaba del jardín y escalábamos por los salientes de la fachada.



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