El Relatillo: Los azarías y aparceros de la Almería de hoy

Los Azarías ya no viven en los pueblos, pero las ciudades están pobladas de nuevos últimos

Dominios de un latifundio almeriense.
Dominios de un latifundio almeriense. La Voz
Juan Antonio Cortés
20:59 • 28 feb. 2022

Hay en un olivar de Los Filabres, que es un latifundio de los de antes, una balsa que parece una media luna y otra donde sestean las lagartijas y un cortijo enorme y señorial y una casa humilde de currantes donde también existió alguien como Paco el bajo y un océano de olivos que extienden su manta hasta casi los confines de Tahal. Allí vivían en otro tiempo familias de aparceros que buscaban algo más que una manta de tocino segura: terminar con el determinismo opresor que frenaba su aspiración biológica de subir la escalera social aun cuando allí nunca pisó un Azarías.



Los aparceros eran gentes que tenían techo y pan en las esquinas de un cortijo a cambio de descansar solo al dormir. Los hubo allá donde asomaba un terrateniente sin escrúpulos o un lugareño acomodado y bienhechor, que los dos perfiles son muestra. Pero, ¿quedan aún hoy aparceros en una sociedad tan distante de las viejas servidumbres? Los migrantes que anidan en casas y casuchas desperdigadas por los campos y sierras almerienses son, en cierto modo, los aparceros contemporáneos. Ahora ya no cobran en especie, pero muchos siguen cogiendo la almendra a medias, rémora de otra época que se resiste a morir.



No muy lejos de aquel olivar, entre ramblizos que hoy son pasto de jabalíes cuando cae la tarde, hubo una vez un hombre -no ha mucho tiempo atrás, pongamos por caso treinta años: ya en democracia- que tenía como único disfrute ver pasar los coches desde las atalayas de las lomas donde, con una flema a caballo entre la despreocupación y la paz casi mística, apaciguaba las ovejas en su caminar hacia los prados. Aquel hombre pobre, que de pobre hombre nada tenía, se embobaba escuchando el ronquido de los coches. Aposentado en cualquier tomillar, aquel pastor menudo y de lengua trabada, de barba blanca y rictus gracioso, seguía la estela de los coches hasta que trasponían por la última curva visible. Y así un día. Y otro. Y así un lunes. Y así un domingo.



Los viernes, que el viernes era mañana de mercado, al pastor se le veía raro. Ver es un decir, porque a aquel hombrezuelo pocos lo vieron y menos lo trataron, pero todos los lugareños sabían de él. Los jefes, que para él eran los amos, se desplazaban al pueblo desde el cortijo a llenar la cesta y a hacer sus tratos y entonces le compraban en el estanco su cartón de tabaco. El cabrero, que no podía disimular su contento, se embebía de nuevos sueños, que eran los sueños de siempre, y se prometía a sí mismo guardar el ganado con la misma prestancia con que adivinaba cuándo debía pasar el avión de Madrid. Aquel señor soltero y arrugado, de tez castigada por el sol, era feliz con lo poco: papel de fumar, tabaco de liar, ver pasar los coches, el indicio de los aviones, pan amasado en el horno y su taco de jamón.



Fiel escudero de quienes lo acogieron desde bien joven, vasallo leal incapaz de hacer apostasía de su condición de siervo, el pastor llenaba su vida de silencios. Su voz solo resonaba cuando gritaba a las cabras con sonidos guturales en la quietud de una monótona media tarde de invierno y el eco de sus palabras retumbaba en las montañas como un GPS moderno. Sí, allí estaba él, por donde reverberaban los monosílabos, en el lugar donde las ánimas habitan. Pero el pastor no era ingenuo. Dominaba el arte del lanzamiento de piedras como pocos y quienes se metían con él, que algunos había, sabían de su hábil precisión, de modo que cuando algún grupúsculo de holgazanes adolescentes merodeaba con sus Orbeas por los andurriales del pastor y profería alguna rima de mal gusto, el riesgo de una hendidura en la frente era tan alto que solo la inconsciencia alevín podía asumir como tal. Como el Azarías, al pastor de Los Filabres le dolía lo suyo porque tenía un sentido muy azuzado de la dignidad y de la propiedad. La defensa de sus cabras y de sus lomas era su mundo y eso es lo único por lo que pasaba de un estado de tierna hibernación a la más radical de las iras. Si el Azarías se desató por su milaña, que era tanto como su todo, aquel pastor almeriense de finales del siglo XX se agitaba por defender sus dominios: tan lejos como su nombre.



Los Azarías de hoy ya no viven en los pueblos -en los pueblos se vive de cuento-, pero las ciudades están pobladas de nuevos últimos: mendigos que duermen en las cuevas de La Molineta -que es esa Almería bella y salvaje que no se quiere a sí misma: ¿Cómo sería La Molineta en los bajos de la Alhambra?-, mujeres obligadas a alquilar sus cuerpos en cochambrosos habitáculos diseminados ante la canalla mirada de los proxenetas -sus amos-, migrantes con discapacidad que piden a las puertas de los templos, mujeres apaleadas por el machismo que esconden su miedo tras la ventana de una casa de acogida y viejos secuestrados por la inmovilidad y la indiferencia que batallan sus días atrapados por la soledad.



Pasado el Día de Andalucía, tierra de fincas y aparceros, de arrendatarios y arrendadores, recuerda el visitante que el pastor de Los Filabres fue, aunque siervo, libre; y aunque libre, leal. Vio en sus jefes -sus amos, decía- a una familia y pensó que, lejos, había orfandad. Y pese a que no tuvo más nómina que un cartón de tabaco y su libertad fueron los pastos del rebaño y, si acaso, un coto de caza, alcanzó lo más difícil: ser feliz con lo más pequeño.




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