Ripoll: la otra leyenda de un indomable

Se crió en una fragua, fue carrero, chófer, empresario y estuvo preso en la posguerra

Salvador Ripoll Calvo (1907-1972) con su esposa Dolores Vergel y sus hijas Inés, María y Lola  en la explanada del puerto.
Salvador Ripoll Calvo (1907-1972) con su esposa Dolores Vergel y sus hijas Inés, María y Lola en la explanada del puerto.
Eduardo de Vicente
01:27 • 31 dic. 2021 / actualizado a las 09:00 • 31 dic. 2021

De su vida se podía escribir una novela. Le tocó un tiempo complicado marcado por la guerra civil que le sesgó parte de su juventud y por las consecuencias que vinieron después. Conoció la cárcel y desde niño aprendió cómo había que ganarse la vida viendo a su padre trabajar.



La fragua de su padre era de las más importantes que existían en Almería desde finales del siglo diecinueve. La mayoría de los carros que venían al Puerto cargados de barriles de uva y mineral pasaban por el taller de Cristóbal Ripoll Andújar, que era un experto en construir ruedas y reparar ejes. Por aquellos años todo el transporte se hacía a través de carros, ya que el tren no llegó a la ciudad hasta 1895 y las carreterías eran un negocio seguro y pujante donde nunca faltaba faena.






Salvador no tenía todavía diez años cuando ya trabajaba  como un hombre ayudando a su padre en el taller. Era un local amplio con una parte techada y otra al aire libre, situado en el barrio de las Almadrabillas. Estaba ubicado en medio de una pequeña manzana de humildes viviendas, en lo que hoy sería la parte de levante de la zona de Oliveros. Entonces, el lugar era un arrabal frente a la playa, un asentamiento obrero pegado al último tramo de la Rambla. 



Salvador se pasó la infancia aprendiendo el oficio y escapándose por aquellos descampados que formaban un territorio al margen de la ciudad. 



Frente al taller existía un pilar que abastecía de agua al barrio y donde los niños se bañaban para quitarse el salitre del mar. A Salvador le gustaba meter la cabeza debajo del chorro y acompañar a su madre al pequeño cauce de agua que bajaba casi todo el año   por un lateral de la Rambla. En los veranos se solía secar, pero casi siempre corría un chorro que era utilizado por las mujeres como lavadero. 



La fragua era el oficio de su familia y el suyo, pero ya de adolescente su vocación fue el fútbol.  Los niños del barrio de las Almadrabillas fueron los primeros que aprendieron a jugar viendo los desafíos que montaban los marineros de los barcos ingleses. En 1919, cuando  tenía doce años, Salvador jugó su primer partido con aquellos fornidos trabajadores. Contaba  que lo dejaron jugar porque él ya tenía cuerpo de hombre.



Salvador Ripoll Calvo tenía un físico privilegiado. Era alto, fibroso y le acompañaba la valentía. Cuando  saltaba al campo  se ataba un pañuelo a la cabeza y se jugaba el tipo en cada balón. Era el paradigma del coraje. Cuando a su equipo le faltaba intensidad, el entrenador solía gritar desde la banda: “Ripoll, juego obrero”,  y entonces  aparecía el temible defensa zurdo para sacar a flor de piel todo su coraje.


Además de futbolista, también se hizo célebre en Almería por sus ocurrencias, sobre todo cuando llegaba la fiesta de Carnaval. En los años veinte, los carnavales eran  todavía una celebración muy popular en la ciudad y los jóvenes aprovechaban aquellos días para tomarse las libertades que en otras fechas no les estaba permitido.


Se juntaba  con su amigo del alma, Juan Sorbas Rodríguez, con el que se había criado, con el que compartió su juventud, y se disfrazaban de niñera y de niño de pecho. Salvador hacía de ama de cría y Juan  era el inocente bebé al que paseaba en un carricoche de madera por todo el Paseo, disfrutando de un suculento biberón de vino tinto. Como colofón de la parodia, el nene saltaba del coche desnudo de medio cuerpo hacia abajo, mostrando que de niño ya no tenía nada.


En 1935 dejó el  oficio familiar y entró a trabajar de chofer en el economato de la Campsa. Allí le cogió la guerra, dando viajes hasta Guadix, que él solía aprovechar para llevar algunas cajas de pescado escondidas atrás y cambiarlas en los cortijos por harina, garbanzos y lentejas. Por eso nunca le faltó comida a su familia, que entonces estaba  formada por su esposa, Dolores Vergel (1910-1968) y sus hijas Inés, María y Lola. Después de la guerra vinieron tiempos difíciles. Salvador fue condenado a tres  años y un día de prisión por su vinculación al Partido Socialista y tuvo que cumplir su pena en la cárcel de Valladolid, donde además del cautiverio sufrió el profundo dolor que deja el destierro. Cuando recuperó la libertad reemprendió su vida abriendo un chiringuito donde vendía vino y gaseosas junto a la Terraza Apolo, donde hoy está el Gran Hotel. En aquel recinto se proyectaban películas de  cine y se organizaban combates de boxeo y partidos de baloncesto. 


Su actividad como hostelero se completó en los años cincuenta, cuando estuvo regentando la barraca de madera de la playa del Club Náutico. El negocio tenía un porche  con un cañizo que en los meses de verano tenía mucho éxito de público.


Salvador Ripoll fue un carrero reconvertido en empresario y un futbolista vocacional que nunca pudo vivir de su pasión. Cuando tuvo que dejar de darle patadas al balón hizo carrera en algunos equipos locales como entrenador, enseñando a los jóvenes esa forma tan peculiar que tenía de entender el deporte, jugándose siempre la vida en cada partido. 


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