La basura frente a la casa de Dios

En 1960 el aspecto de Almería era el de una ciudad sucia y desaliñada

En la plazoleta que había a la entrada del Barrio Alto, frente a los muros de la iglesia, se formaba un vertedero impuro, propio de aquellos tiempos.
En la plazoleta que había a la entrada del Barrio Alto, frente a los muros de la iglesia, se formaba un vertedero impuro, propio de aquellos tiempos.
Eduardo de Vicente
00:58 • 17 dic. 2021 / actualizado a las 07:00 • 17 dic. 2021

Había una belleza incontestable, la que derramaba por todas sus esquinas aquella pequeña ciudad nacida del mar y del sol donde la luz se renovaba a cada hora y donde el viento se encargaba de pasar revista sin apenas un día de tregua. 



El viento de poniente que nos traía la brisa del mar y que cuando se levantaba bravo ponía las calles patas arriba, agravando un poco más esa sensación de suciedad que mostraba Almería al visitante. Qué contraste: la belleza de una ciudad con aspecto moro, donde las casas burguesas de grandes balcones se mezclaban con las viviendas obreras de puerta y ventana con la vega y el mar como telón de fondo, componiendo una red urbanística incomparable, chocando contra esa otra Almería que apenas se miraba al espejo, una Almería despeinada y con la cara tiznada de polvo de mineral, que todavía soñaba con el milagro del alcantarillado.



A comienzos de la década de los sesenta, la ciudad exhibía esa mezcla entre la grandeza de sus paisajes y las historias de sus calles y el abandono por  la falta de limpieza y por la pobreza de sus arrabales. En mi calle, que estaba a dos pasos de la Plaza del Ayuntamiento, cuando caía un chaparrón mi padre tenía que colocar tablas en el tranco para que la corriente no entrara en la casa. Llovía y las calles se anegaban para alegría de los niños que cuando escampaba cruzaban los charcos imaginando que eran océanos lejanos y echaban los barcos de papel a navegar por los bordes de las aceras.



Como no había red de alcantarillas las viviendas tenían su pozo negro en el patio, donde iban a parar los excrementos hasta que llegaba el día en que el pozo reventaba y la mierda nos inundaba hasta el cuello. Entonces había que llamar a un experto, que casi siempre era el basurero particular, que a base de espuertas dejaba el agujero  como una patena.



La ciudad estaba sucia porque no había medios para contar con una brigada de limpieza moderna y porque salvo algunas excepciones, los vecinos no poníamos mucho de nuestra parte. Recuerdo de niño que había pocas papeleras públicas y las pocas que había las utilizábamos más como canastas de baloncesto que para tirar los residuos. 



En los barrios eran mayoría las calles con el suelo de tierra y cuando por fin llegaba el asfalto se celebraba como si hubiéramos presenciado un acontecimiento divino. Las calles de tierra eran buenas aliadas de los juegos infantiles porque nos permitían hacer agujeros para jugar a los petos, bailar los trompos y jugar al fútbol, pero tenían el inconveniente de la suciedad y del polvo que estaba siempre presente como si formara parte de nuestro paisaje cotidiano. En verano, cuando el calor apretaba, el polvo se hacía insoportable y tenían que ser las propias mujeres las que con un cubo  en la mano baldearan la calle para hacerla habitable. 



Las calles de tierra y sobre todo las plazoletas eran propicias para que ardieran las hogueras y los braseros en las frías tardes de invierno. No era lo mismo una plaza que una plazoleta. Una plaza tenía una solemnidad y el prestigio que le daban los árboles y a veces hasta una fuente. Era un escenario común de la ciudad, mientras que una plazoleta era un territorio más informal y más escondido que no necesitaba más atributos que disponer de un espacio para poder jugar.



Aquella era una Almería rica en solares. Cuando una casa se caía por vieja podían pasar muchos años sin que sobre ella se levantara una nueva edificación. Allí quedaba el solar, esperando a que llegaran los niños para profanarlo o a que los vecinos fueran depositando sus trastos y hasta la basura. Había desperdicios en todos los rincones, hasta en la explanada frente a la iglesia del Barrio Alto, donde se acumulaban en montañas que había que retirar después con camiones.


Almería empezaba a caminar por los años sesenta conservando esa belleza antigua remarcada por el mar y por el clima que la hacía diferente a cualquier otra, pero con el estigma de la suciedad y de la pobreza de sus arrabales donde los vecinos tardarían casi una década más en conocer el alcantarillado.


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