El Lugarico: Cómo cargarse el PP en cómodos plazos

Lo vemos en el culebrón de Madrid donde el Partido Popular anda a la greña desde hace meses

Isabel Díaz Ayuso, Pablo Casado y José Luis Martínez-Almeida.
Isabel Díaz Ayuso, Pablo Casado y José Luis Martínez-Almeida. La Voz
Francisco Giménez-Alemán
22:00 • 12 nov. 2021

Recuerdo aquella noche en la Redacción, todos pendientes de la televisión cuando se anunciaban los resultados de las elecciones generales. Era el 28 de octubre de 1982. El partido gobernante en España durante los primeros años de la Transición, la UCD, había perdido a su líder quien en una errática decisión se presentaba con nuevas siglas: CDS. El artífice del tránsito de la dictadura a la democracia, Adolfo Suárez, era castigado por los electores al lograr dos escasos diputados al Congreso, uno para él mismo por Madrid. Fue una derrota sin paliativos que señaló a Suárez el camino de salida de la política. No era la primera vez que personalidades de relieve en la historia eran humillados por el pueblo. Ya le había ocurrido en Inglaterra a Winston Churchill en 1945 cuando el electorado británico lo mandó a la oposición, después de haber sido aclamado y glorificado como Primer Ministro por su coraje frente a Hitler en la segunda guerra mundial. Y en menor escala, pero también de forma significativa, Alejandro Lerroux desapareció del panorama político de la II República cuando su Partido Republicano Radical fue laminado en las elecciones de febrero de 1936 después de haber protagonizado uno de los mayores escándalos de corrupción –el estraperlo- de aquella convulsa etapa. 



Y hay muchos más casos. Pero hemos elegido a tres sobresalientes políticos que pasaron del infinito a cero como consecuencia de sus errores, de su equivocada gestión al frente de sus respectivos gobiernos y, sobre todo, de los conflictos internos de los partidos que presidían. Los electores se convierten en severos jueces de las luchas intestinas de las formaciones políticas y llegado el momento de depositar la papeleta en la urna se inclinan, sin que le tiemblen las manos, por aquellos grupos cuyos líderes no andan a tiros verbales para dirimir rencillas internas. Es un axioma que no falla.  



Lo estamos presenciando en el culebrón de Madrid donde el Partido Popular anda a la greña desde hace meses y en especial estos días como consecuencia de la disputa por la presidencia del PP en la Comunidad. Las encuestas ya están señalando el desgaste de los populares. De ir muy bien en los sondeos han pasado en pocas semanas a bajar en la intención de voto. Y el problema no solo afecta a Madrid sino a la entera nación, sencillamente porque los medios de comunicación están informando sobradamente, y en muchos casos calentando, esta guerra de guerrillas a la que Pablo Casado ha debido poner fin hace tiempo. 



El asunto es complicado. Isabel Díaz Ayuso, cuya revelación política causó sensación en toda España, no cede en su legítimo propósito de hacerse con los mandos de Madrid. Pero está evidenciando la falta de autoridad del presidente nacional, incapaz de encontrar una solución pactada. Casado no quiere que se le suba a las barbas e intenta que su otrora amiga resigne sus aspiraciones. Hay un problema que no da cara: la tramoya de la Puerta del Sol en la que asesores sin escrúpulos quieren llevar hasta el final una estrategia suicida para los intereses generales del PP y excitan la ambición de Ayuso aunque se produzca choque de trenes. Veremos. 



Nada bueno puede salir de este maldito embrollo y aunque las elecciones están todavía en lontananza, la herida puede seguir supurando durante meses si quien puede, y debe hacerlo, no da un puñetazo en la mesa por mucho que arriesgase incluso su propio futuro. Porque no cabe la menor duda de que hoy por hoy Ayuso puede despertar más simpatías en el partido que su propio presidente. A ver, átame esa mosca por el rabo…, que diría un castizo. 



José María Aznar consiguió hacer realidad el sueño de Manuel Fraga: reunir bajo las siglas del PP, refundado en Sevilla, a todo el arco de la derecha española, de suerte que el voto centrista, conservador o más allá no tenía otra opción posible. O se inclinaba por el Partido Popular o se quedaba en su casa. No había más cera que la que ardía. Así tuve ocasión de escuchárselo al propio Fraga en un reservado del restaurante Oriza de Sevilla, a cuyos postres se nos quedó profundamente dormido. Traía entonces de asesor al buen periodista Enrique Beotas, muerto trágicamente años después en el accidente ferroviario de Santiago de Compostela la víspera de la fiesta del   Apóstol en 2013. Mientras nos servían el café, hubo unos largos minutos en que ni Enrique ni yo sabíamos qué hacer con aquel hombre traspuesto que sin solución de continuidad había pasado en cuestión de segundos de su acreditada verborrea a soñar con los angelitos. En fin: “Mi querido amigo…”  



Manuel Fraga Iribarne estaba en lo cierto. Y supongo yo que en su fuero interno sabía a ciencia cierta que ese milagro de reunir a toda la derecha y adyacentes en un solo voto no podría haberlo hecho nunca un ministro de Franco, porque Fraga no tenía un pelo de tonto y conocía sus limitaciones. Por cierto, no le gustó que en el transcurso del almuerzo le preguntase por su baño de Palomares el 8 de marzo de 1966. “El agua estaba muy fría”, fue toda su contestación. 




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