El puerto que tantos nos unía

En el puerto de los años 50 nada estaba prohibido.

Eduardo de Vicente
07:00 • 27 sept. 2021

Tal vez, el puerto más libre que conocimos los almerienses fue el de los años 50, cuando lo entendíamos como el patio de recreo de la ciudad, un escenario donde casi nada estaba prohibido: uno se  podía ir a pescar entre los barcos amarrados con la misma libertad que los jóvenes se tiraban desde el muelle. 



La gente tenía la sensación de que el puerto le pertenecía, que formaba parte de su equipaje sentimental, como si todos naciéramos con un trozo de la escritura del puerto en el bolsillo. Esta familiaridad, esta relación de posesión, se forjaba en la infancia, cuando las familias cargadas de niños bajaban los domingos a ver los barcos, que era una de las grandes distracciones en una ciudad donde casi nunca pasaba nada y donde la presencia en el horizonte de una bandera extranjera alteraba el pulso de la cotidianidad. 



Íbamos a pasear al puerto de la mano de nuestras madres y cuando ya tuvimos edad para escaparnos solos, fuimos al puerto de fuga. Sí, aquel lugar nos acogía con los brazos abiertos y allí teníamos la sensación de que éramos completamente anónimos, que nadie nos reconocía, que podíamos ser libres de verdad, como si de pronto hubiéramos cambiado de patria. 



En cierto modo, el puerto venía a ser eso, esa patria cercana a la que se llegaba cruzando la frontera del Parque y donde uno sentía que las miradas y las normas de la ciudad eran papel mojado, y que nosotros mismos quedábamos reducidos a la mínima expresión ante la fuerza de aquel escenario donde el mar reinaba a sus anchas.



El puerto nos servía de lugar de ocio, nos servía de retiro y también nos servía como terapia. Siempre regresábamos fortalecidos y profundamente convencidos de que era verdad aquella creencia de los mayores que nos hablaba de las bondades de la brisa marina. A los niños que habían pasado por alguna enfermedad, y que se habían quedado pálidos, blancos como la cera, los médicos les recetaban inyecciones de vitaminas, unas cucharadas de Ceregumil y unos paseos mañaneros por el puerto. Se podía ir por la tarde, pero los beneficios mayores para la salud se obtenían siempre a primera hora, con los primeros rayos del sol y con la primera brisa marina, cuando el mar estaba renovado después de la marea nocturna.



Al puerto íbamos a olvidar, a dejar atrás el mundo, a buscar sensaciones  como la que nos invadía cada vez que nos internábamos por el dique de levante y desde las últimas rocas mirábamos la ciudad como si estuviéramos contemplando un cuadro. Cuando dejamos de ser niños aquel espigón entre el puerto y la playa del Cable Inglés nos sirvió de nido para nuestros primeros abrazos a escondidas. No he conocido un amor tan puro como el que sentíamos en aquel lugar, cuando sentados en una roca húmeda besábamos por primera vez con el sonido del mar como testigo.



El puerto nos pertenecía, nos modelaba el espíritu y nos unía. En ningún otro lugar se juntaban tantos almerienses los domingos como en aquella gran explanada que iba desde el dique de levante hasta el puerto pesquero y el espigón del faro. 



Íbamos los niños con toda la familia, bien vestidos y con la esperanza de que el aire del mar nos abriera el apetito. Después, de regreso a nuestras casas, era costumbre detenerse en alguna confitería y comprar unos dulces. Los pasteles, como el puerto, eran el paraíso colectivo de los domingos.


Eran domingos de parejas de novios, que agarrados de la mano como si los hubieran pegado con cola, se hacían promesas de amor eterno mientras tiraban piedras al agua. Recuerdo una pareja que era habitual en el puerto, una pareja que de tanto alargar el noviazgo se había marchitado antes de tiempo y que cada vez que nos cruzábamos con ella mi madre decía: “A esos se les ha pasado el arroz”. Aquella frase se me quedó grabada aunque no la entendía.


Al puerto iban mucho los soldados de Viator, que necesitaban respirar el aire del mar y mirar la plenitud del horizonte antes de subirse en la Parrala para volver al campamento. Aquel paseo les daba la vida.


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