El único almeriense que vive en un castillo

Se llama Carlos Maeso, fue farmacéutico y compró la fortaleza de Gérgal por 576.000 pesetas

El castillo de Gérgal, en una imagen retrospectiva, y su dueño, Carlos Maeso.
El castillo de Gérgal, en una imagen retrospectiva, y su dueño, Carlos Maeso.
Manuel León
07:00 • 26 sept. 2021

Carlos Maeso Moreno se asoma cada mañana a la torre de su castillo y entre las almenas ve los tejados del caserío de Gérgal, mientras desayuna un poco de pan y queso. Es el único almeriense -quizá el único español- que puede hacerlo; el único que vive en un castillo del siglo XV como si fuera un señor feudal, aunque sin súbditos y sin bufones, sin guarnición ni puente levadizo. Pero el espacio es el mismo en el que muchos siglos antes moró el Conde de la Puebla y todo su séquito, cuando  aún se estilaban los torneos de caballeros, las armaduras acrisoladas y las ejecuciones en el cadalso.



Carlos, octogenario, farmacéutico jubilado de la villa, se acuerda de cuando  de niño jugaba en ese patio de armas que convirtió, tras comprarlo en pública subasta, en su particular Xanadú, como aquel Charles Foster Kane que lo último que recordó antes de expirar fue Rosebud, el nombre de su trineo infantil.



“Compré el castillo por cariño a mi pueblo, porque aquí crecí y en sus ruinas pasábamos horas enteras jugando a caballeros medievales”, rememoraba Carlos esta misma semana desde el fortín que es su casa.



En Almería hay catalogados quince castillos y restos de torres artilladas y 200 en España y, que se sepa, Carlos es el único que duerme, se afeita y ve la tele en uno de ellos. 



Oriundo gergaleño, el dueño de esta antigua fortaleza catalogada BIC, nació en el gaditano municipio de San Roque. Todos los veranos venía a ver a sus abuelos. Hasta que decidió establecerse en una casa en el pueblo de sus ancestros y abrir una botica, mientras todos los días miraba a la loma del Almendral  para divisar entre brumas el maravilloso ingenio de mampostería, los restos de las troneras, el postigo y las ventanas de aspillera. Su fecha de construcción no está clara, aunque en 1492 fue donado por los Reyes Católicos a Alonso de Cárdenas, último maestre de la Orden de Santiago y Conde de la Puebla, en premio a su participación en la Guerra de Granada, y estableció allí su señorío. 



Aunque se construyó en plena época de tendencia renacentista su corte es medieval y recuerda la torre del homenaje de los grandes castillos del medievo. La tradición oral cuenta que en una habitación oscura de la planta baja, llamada Sala de los Secretos, hay un pasadizo que comunica con la Loma de las Tablas, en las estribaciones de la Sierra de Los Filabres, donde se encontraron vestigios de una fortaleza nazarí.



El Castillo de don Carlos Maeso fue escenario de un lúgubre episodio histórico cuando fueron degollados varias decenas de cristianos viejos en la Rebelión de las Alpujarras, cuando el alcaide del Castillo, entonces, Francisco Portocarrero, se convirtió al Islam.



El Castillo de Gérgal se transformó en un fortín, en ese tiempo, ante las incursiones de los piratas y de los moriscos que no habían capitulado. A mediado del siglo XVII se reconstruyó la fortaleza y en el siglo XVIII pasó a manos, por línea hereditaria, de la marquesa de la Torre de las Sigardas que utilizó el Castillo como almacén del grano que recaudaba por el diezmo.


La última noble propietaria del Castillo fue doña María Luisa Fernández de Córdoba, marquesa de la Puebla, que, al no tener descendencia, donó la fortaleza de sus antepasados al Ayuntamiento y el cortijo anexo a un aparcero.


En 1968 pasó a ser propiedad del Estado y en 1972, junto a un lote de fortalezas  y torres de la provincia, se sacó a pública subasta, al declinar su compra el consistorio gergaleño.


La mañana del 21 de abril de ese año se celebró el remate bajo la presidencia del delegado de Hacienda en Almería, José Ocaña, con un precio de salida de 125.000 pesetas. Una pareja de novios artistas pujó por 150.000, pero al final el farmacéutico gergaleño se llevó el castillo, el sitio donde jugaba de niño a ser caballero, por 576.000 pesetas. Desde entonces lo convirtió en su casa particular y en la de su esposa e hijos, tras gastarse otro pico en arreglarlo, cuando todo el mundo lo tomaba por tonto por no haberse comprado un chalet en la playa con ese dinero.


El fortín estaba semiderruido, los torreones lacerados y ya no quedaban ni restos de la barbacana, de las troneras, del pósito de granos, del horno de pan  ni de las caballerizas y el interior se había convertido en un establo donde triscaban media docena de cabras. Tan solo quedaban las piedras gruesas, las lajas de pizarra, el postigo y la vista inconmensurable de la tierra quebrada y salpicada de almendros.


Carlos tuvo que echar más madera al negocio para poder pagar el castillo, su castillo, y las reformas. Y abrió una óptica y un laboratorio de análisis. Entraba a las 9 y se iba a las 2 de la mañana. Y poco a poco pudo adecentar el exterior, poner en marcha el pozo y  aljibe medieval, hermosear el espacio con jardines y una piscina y construir una vivienda en el interior En 1985 fue inscrito como Bien de Interés Cultural y en 1993 fue declarado como tal. Aunque, al ser su vivienda habitual, tiene una dispensa del director de Bienes Culturales que lo exime de la obligación de abrirlo a los visitantes, Carlos, el farmacéutico, que también fue alcalde de la villa, lo ha mostrado durante años a los viajeros y turistas y ha ejercido de cicerone evocando aquellos tiempos de moros y cristianos, aquellos tiempos de señores feudales y de vasallos, de baluartes y arietes, aquellos tiempos en los que  un niño que venía de la costa gaditana en verano llegaba al pueblo de sus abuelos y lo primero que hacía era subir al cerro del Castillo a perseguir pajarillos con el tirachinas y a creer, en su sueño infantil, que era el señor del Castillo. Un sueño que con los años cumplió Carlos Maeso, el boticario de Gérgal, el hombre que lleva casi medio siglo apoltronado en esa atalaya, en esa encrucijada de caminos entre Guadix y Almería, el único almeriense que puede presumir de vivir en un castillo rodeado de reliquias.


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