El decorado de la cruz y la bola terráquea

El crucifijo presidía las aulas como una señal del sacrificio que nos esperaba dentro

Una clase del Instituto de la calle Javier Sanz a finales de los años 50. La cruz presidía la pared principal.
Una clase del Instituto de la calle Javier Sanz a finales de los años 50. La cruz presidía la pared principal.
Eduardo de Vicente
01:36 • 14 sept. 2021 / actualizado a las 07:00 • 15 sept. 2021

Al terminar el verano volvíamos a la escuela que habíamos olvidado por completo durante las vacaciones y recuperábamos los paisajes que menos nos gustaban. Allí nos esperaban las mismas aulas de siempre, quietas, como conservadas en formol, con ese olor húmedo de los lugares cerrados, ausentes de vida durante dos largos meses.



Nada cambiaba dentro salvo nosotros, que regresábamos más crecidos y con mejor color, dispuestos a enfrentarnos con los deberes y a superar aquella sensación de derrota moral que a muchos nos causaba la austera cruz que colgaba de la pared principal. El crucifijo presidía las aulas como una señal del sacrificio que nos esperaba dentro y cuando te sentabas en la banca y mirabas al frente no encontrabas consuelo alguno en la figura del Señor y un sentimiento de desamparo se te colaba por dentro y te recorría todas las entrañas, desde el paladar hasta el estómago.



Los decorados de las clases apenas cambiaban y a lo largo de varias generaciones seguían conservando los mismos símbolos, el mismo aspecto de siempre. El crucifijo de mi clase del colegio de San José era el mismo que se encontró mi hermano mayor quince años antes cuando entró por primera vez a la escuela



De vez en cuando aparecía una limpiadora con una escoba cubierta por un trapo y le quitaba el polvo que el Cristo había acumulado a lo largo de los cursos. A veces, cuando se acercaba el tiempo de Cuaresma y nos iba a visitar algún cura para ponernos al día con Dios, la señora de la limpieza se subía en una escalera, descolgaba el crucifijo y le daba al Cristo una mano de Sidol para que brillara sobre nuestras cabezas. 



Cuánto hubiéramos agradecido los niños de entonces que en las paredes de la clase hubieran puesto cuadros de paisajes evocadores: alguna playa desierta, una escena de montañas nevadas. El escenario nos resultaba tan monótono, tan deprimente, que el día que llegaba el maestro y sacaba del armario el esqueleto para mostrarnos los huesos del cuerpo humano, nos entraban ganas de fiesta.






La cruz de la pared nunca la cambiaban, era eterna, como los viejos mapas de España que la flanqueaban y que siempre estaban alerta para cuando llegara ese momento en el que el maestro pronunciaba nuestro nombre y nos invitaba a señalar dónde estaban los Pirineos y por dónde corrían las aguas del Ebro. El mapa, como el crucifijo, estaba lleno de polvo y olía a viejo, como aquellos cuadros que había en los comedores de las casas antiguas, ya marchitos por el paso del tiempo.



Lo que más nos gustaba del decorado, al menos a mí, era la bola terráquea que con su juego de colores y su rotación nos llenaba de alegría. Cuando pasábamos por su lado la hacíamos girar sobre su eje y con la punta del dedo la deteníamos al azar para descubrir algún lugar sorprendente. A veces caíamos en medio del Atlántico y otras en un pueblo escondido de Castilla la Vieja.


También formaba parte del decorado el armario donde el maestro guardaba las figuras geométricas para cuando llegara el día de explicar la lección. Aquella novedad servía para romper la monotonía diaria dentro de la clase.


En la pared principal reinaba a sus anchas la pizarra, que siempre era la misma. Había un encargado de limpiarla al entrar a clase y los niños competíamos para que el profesor nos eligiera para realizar esa tarea que nos daba cierto prestigio en el grupo, casi tanto como el que se quedaba vigilando cuando el maestro se ausentaba. 


La pizarra también era nuestra condena diaria. Que te sacaran para hacer una división en público era una tortura que muchos no podían resistir, sobre todo si no tenías ni idea y te equivocabas constantemente ante las carcajadas del resto de la clase. Recuerdo la impotencia que sentía cuando el más torpe de la clase era humillado por las risas y los chistes de los otros alumnos, a veces con la complicidad del profesor, que lo sacaba a la pizarra consciente de su absoluta incapacidad.


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