Las tardes de los camisas azules

“El estadio de la Falange fue un recinto deportivo y también un gran escenario de propaganda”

Uno de los actos que solía organizar el Frente de Juventudes en el estadio.
Uno de los actos que solía organizar el Frente de Juventudes en el estadio.
Eduardo de Vicente
07:00 • 06 sept. 2021

Fue un estadio falangista, frío, de aspecto sobrio y con esa sensación de soledad que dejaban los lugares inacabados. El estadio de la Falange nunca llegó a terminarse, se quedó a medias, en la mitad del proyecto que lo concibió. 



Llegó como el gran recinto deportivo que necesitaba la ciudad para salir de pobreza  en instalaciones y acabó siendo un escenario multiusos donde lo mismo se jugaba un partido de fútbol que se organizaban un acto multitudinario de exaltación política. Las tardes de las camisas azules y de los brazos en alto también formaron parte de la historia, como los goles de Juan Rojas y los remates de cabeza de Goros.



Todo parecía provisional allí dentro, desde el marcador destartalado  al oscuro túnel de vestuarios por donde a ningún equipo le gustaba salir porque siempre olía a orines y a humedad. Todo parecía primitivo, como de otro siglo, desde la tribuna cubierta de sillas hasta los altavoces por donde sonaban los discos de marchas militares que ponían antes de los partidos para darle épica al asunto.



El estadio se abrió sin estar terminado, a medias, algo muy característico en esta ciudad.  Se inauguró sin grandes celebraciones, con un partido ante el Atlético Aviación de Madrid que levantó tanta expectación que las autoridades locales consiguieron que el tren frutero, que salía a las diez de la noche de Almería y pasaba por los pueblos, llevara dos vagones de pasajeros para desplazar a los aficionados que vinieran al partido. 



En los primeros tiempos, el estadio fue más que un simple campo de fútbol. “Es el primer paso para el resurgir deportivo en Almería”, fue el lema que escogieron los jefes de Falange para promocionar su construcción. Además de los partidos del Almería, albergó exhibiciones del Frente de Juventudes y hasta encuentros de hockey femenino que llenaban las gradas por lo que tenía de gran acontecimiento ver a muchachas practicando deporte.



En 1946 se emprendió la segunda fase del plan de construcción del estadio de la Falange, donde el proyecto más importante era el acondicionamiento de los accesos al recinto, aislado de la ciudad por la vega y las vías del tren. En aquellos años el autobús no llegaba hasta la misma puerta del estadio debido a que los caminos de tierra eran intransitables, por lo que los aficionados que se desplazaban en este medio de transporte tenían que bajarse al final del Zapillo, junto al popular bar del Jerezano. La mayor parte de la hinchada solía ir andando, cruzando por la estación para acortar el camino y saltando por las vías del tren antes de que levantaran la tapia. Este éxodo de los domingos por la tarde constituía un serio peligro por la posibilidad de que apareciera algún tren cuando la gente estuviera atravesando las vías.



En aquellos tiempos de posguerra los acontecimientos deportivos se programaban siempre de día porque el estadio no contaba con iluminación suficiente para poder jugar de noche. En invierno la hora habitual era las cuatro de la tarde. En 1947, en uno de los partidos que el Almería disputó en ese horario, estaba tan nublado, con el cielo tan oscuro, que los últimos minutos se jugaron con unos rudimentarios focos de mano que no daban más luz que la linterna de un acomodador de cine. Se situaron a ras del terreno de juego para que los jugadores pudieran al menos intuir por donde corría el balón.



De vez en cuando se organizaban campeonatos provinciales de atletismo, que aprovechaban las jerarquías locales para exhibirse en la tribuna. 

El estadio de la Falange contó desde los primeros años con una vivienda destinada a casa del conserje. Uno de los primeros guardianes que tuvo el recinto se llamaba Domínguez, y era abuelo de Antonio Belmonte, uno de los grandes futbolistas de la tierra. Le sucedió Lorenzo, que habitaba junto a su familia la casilla que había debajo de la grada principal. 


Eran los encargados de vigilar la instalación y de tenerla a punto cada  domingo para la hora del partido: regaban el terreno con manguera, palmo a palmo; pintaban las líneas con un rudimentario carrillo donde iba el depósito de la cal, y alisaban  el terreno de juego con colchones o con tablas. Nunca llegó la modernidad al viejo estadio, anclado en los tiempos de las camisas azules.



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