La cuesta del Regimiento de la Corona

Era una calle empinada que nacía en el barrio de San Antón y llegaba hasta el Parque Viejo

La cuesta de la calle del Regimiento de la Corona con la antigua tapia del flanco de poniente del cuartel de los soldados.
La cuesta de la calle del Regimiento de la Corona con la antigua tapia del flanco de poniente del cuartel de los soldados.
Eduardo de Vicente
00:10 • 06 ago. 2021 / actualizado a las 07:00 • 06 ago. 2021

A la salida de la Almedina aparecía, como una frontera que separaba dos mundos, la calle de San Juan, que nacía por el norte en las cuestas de La Alcazaba y desembocaba por el sur frente al Parque



A mediados de los años sesenta, aquella zona empezó a transformarse cuando los promotores pusieron en marcha el proyecto de la llamada 'Colonia de San Juan', un complejo urbanístico de cien viviendas distribuidas en seis bloques de pisos, en los terrenos de lo que había sido la antigua huerta de San Juan. En los solares que allí existían, donde todavía se podían ver restos de antiguos pozos y aljibes, jugaban los niños a sus anchas hasta que el progreso trajo los pisos que transformaron el paisaje. 



En noviembre de 1966 empezaron a levantar los bloques de aquella fatídica colonia que con sus cien viviendas llenó de familias jóvenes y de niños y niñas la manzana, pero se llevó por delante la magia de un lugar que permanecía anclado en otra época.



Al otro lado de la calle de San Juan reinaban las tapias del Cuartel de la Misericordia, que en aquel tiempo tenía todavía la fuerza suficiente para darle vida a toda la manzana. La presencia del edificio militar le daba un aire distinto al barrio. 



A los niños de entonces nos impresionaba la imagen de los soldados que al caer la tarde ocupaban sus puestos en las garitas, armados con los fusiles marca 'Cetme' y con las guerreras hasta el cuello para aguantar la humedad que traspasaba los muros. Nos causaban respeto aquellos vigías desganados, casi tanto como los policías militares que custodiaban la puerta principal. 



En el viejo cuartel había dos clases de soldados para nuestros ojos infantiles: unos eran los que veíamos detrás de las tapias del  recinto, y otros los que salían a la calle desfilando o dando un paseo. Eran los mismos, pero parecían distintos. Los primeros, los que apuraban las mañanas dentro del cuartel, nos parecían soldados desvencijados, desertores de una guerra lejana, con su aspecto desaliñado y un aire de funcionarios cansados de tanto perder el tiempo. 



Los niños del barrio nos asomábamos por las rendijas de la puerta y los veíamos deambular de un lado a otro o sentados en alguna sombra del patio practicando el noble arte del escaqueo militar mientras apuraban unos cigarrillos. 



Al otro lado del Cuartel, encarando la calle del General Luque, aparecía la calle del Regimiento de la Corona, que en aquel tiempo era todavía una cuesta mal asfaltada. Era una de las avenidas más empinadas de la ciudad antigua, un auténtico tobogán que los niños utilizaban para sus juegos. Se llevaba mucho el patinete de madera y cojinetes, un vehículo con el que se lanzaban cuesta abajo y sin frenos a riesgo de estamparse contra alguna fachada. 


La calle del Regimiento de la Corona empezaba por el norte en la calle de San Antón. Desde arriba se podía ver un trozo del puerto y los árboles del Parque Viejo, donde iba a desembocar aquella pendiente interminable.


En los primeros años setenta la calle del Regimiento tenía mucha vida porque era un lugar de paso de los vecinos de la Joya y del Reducto que se nutría además del bullicio mañanero que generaba la Plaza de Pavía y su entorno de barracas.


A la derecha quedaba la tapia del Cuartel, y a la izquierda, una amplia hilera compuesta de casas de puerta y ventana, las conocidas como viviendas obreras, que formaban parte de la historia de la ciudad. En una de  ellas se estableció un vendedor de tebeos, en un portal destartalado donde podías cambiar una novela o llevarse un cómic usado por una peseta.


Aquella pendiente a la espalda del Cuartel llevaba hasta las inmediaciones de la Plaza de Pavía, con sus casas de planta baja y sus azoteas llenas de sol, y con una gran explanada central donde montaban sus puestos los vendedores ambulantes los días de mercado. La Plaza de Pavía fue escenario de fiestas, circos, teatros y también de partidos de fútbol. Primero de forma espontánea, cuando el célebre y querido Paco Hita organizaba los desafíos entre calles y convertía aquel terreno en un pequeño estadio. Como en aquel tiempo estaba prohibido jugar en la calle, había que colocar cuatro niños en las esquinas para vigilar por si aparecían los municipales. 



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