Los héroes que fabricaba la feria

Tenían mucho prestigio los que ganaban los trofeos tirando con las escopetillas de feria

Eduardo de Vicente
07:00 • 14 jul. 2021

Eran héroes de ocasión, héroes de una noche, envueltos en aquella capa de heroísmo pobre que fue el pan de cada feria en los años de la posguerra.  Había que destacar en algo, aunque solo fuera pescando patos de plástico con un alambre en un barreño o corriendo con una bandeja llena de vasos en la mano, como se hacía en las carreras de camareros que se celebraban en el Paseo. 



La feria era una fábrica de héroes, de mitos de andar por casa que alcanzaban la popularidad por su valentía lanzándose a las aguas turbias del puerto o por ganar la carrera de bicicletas que siempre empezaba y terminaba en el Parque. Para los muchachos de aquel tiempo lo más parecido al cielo era ese instante en que le entregaban la copa y una muchacha vestida de gala de daba dos besos entre los aplausos del público.  Cuando regresaban a sus barrios lo hacían escoltados de una comitiva de seguidores que iban pregonando por cada esquina el éxito obtenido.



Tenían mucho prestigio entonces los reyes de la puntería, los que se llevaban todos los regalos en la caseta de la escopeta de feria. Era una de las grandes atracciones de aquellos tiempos, tan importante que los retratistas ambulantes que se ganaban un sueldo doble durante las fiestas, solían frecuentar el puesto para inmortalizar ese momento supremo en el que el ‘cazador’ guiñaba un ojo y disparaba. A cambio recibían la recompensa de la fama y una de aquellas botellas de vino apócrifo que habían pasado por todas las ferias de España. La puntería se medía también con los lanzamientos de penaltis, que se pusieron de moda en las ferias de los años sesenta. El feriante colocaba dos paquetes de tabaco en el suelo formando una portería y el competidor tenía que pasar una pelota entre las dos cajetillas sin tirarlas al suelo. El que conseguía el gol fumaba gratis esa noche.



El foco de la feria se trasladaba al mar cuando llegaba la hora de las cucañas en la bahía, donde la fuerza, la habilidad y la valentía se convertían en las principales virtudes de los competidores. Había que conquistar un trozo de tela al final de un palo lleno de grasa que se colocaba en el puerto. La mayoría terminaba cayendo al agua, hasta que llegaba el campeón para completar la proeza y llevarse todos los honores, que pasaban por esa porción de fama que le duraba toda la feria y por un pollo vivo o un jamón serrano para aliviar el hambre.



Pero lo más emocionante de aquellas jornadas en el puerto no eran las cucañas, ni las travesías a nado, ni las exhibiciones desde el trampolín, sino los saltos que los más valientes ejecutaban desde lo alto de una de las grúas de carga que existían en el muelle; volaban en acrobáticas posturas y terminaban entrando de púa en el mar, ante el entusiasmo de los seguidores. 



En los primeros años cincuenta las autoridades prohibieron estos arriesgados saltos, no por el temor de que los saltadores oficiales sufrieran algún percance, que para algo estaba el Hospital y para algo estaban los médicos, sino porque aquellos valientes eran imitados después por las pandillas de muchachos, que sin ninguna experiencia ponían en grave riesgo sus vidas y dejaban las grúas echas un asco, lo que originaba las protestas de las autoridades de la Junta de Obras del Puerto.



Quizá, el deporte más famoso de la feria, aparte del boxeo, fue el de las carreras ciclistas. Formaban parte del programa de actos de todas las ferias y se llegaron a hacer tan populares que hubo un año, en 1942, que se organizó también una prueba para mujeres; no estuvo muy bien vista en los sectores más puritanos de la ciudad, contrarios a que las muchachas tomaran parte en estos espectáculo ‘tan masculinos’. Las señoritas Pepita Pinar, Pepita García y Adela López, hicieron historia subiendo al podio. Ellas también pudieron disfrutar de ese olimpo de pequeños dioses que fabricaba la feria.





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