La calle del gitano y de los grises

Eduardo de Vicente
19:50 • 17 may. 2021 / actualizado a las 07:00 • 18 may. 2021

Existían dos calles con el nombre de Alcalde Muñoz, una era la continuación de la otra, pero parecían diferentes porque ofrecían distintos ambientes, como si formaran parte de otro escenario. 



El primer tramo estaba perfectamente integrado en el corazón de la ciudad. Empezaba junto a la fachada lateral de la iglesia de San Sebastián y se extendía hasta la altura de la Plaza de Santa Rita, donde de pronto cambiaba el paisaje. Era casi una avenida por ser calle de gran amplitud y porque allí estaba la Casa de Socorro, el centro sanitario más importante junto al Hospital antes de que construyeran el del ‘18 de Julio’.



Al llegar al entorno de la Plaza de Santa Rita la calle Alcalde Muñoz continuaba por el margen izquierdo hasta desembocar en el cauce de la Rambla, que era la frontera real de la ciudad. De pronto, aquella calle con alma de centro cambiaba de aspecto, envuelta en un ropaje distinto, marcada por el aire fronterizo que le daba la presencia cercana de la Rambla y por la sensación de alejamiento, de punto y a parte, que adquiría junto a la tapia del jardín del llamado chalet del gitano.



Era una hermosa vivienda con frondosa vegetación que ocupaba aquella esquina desde el año 1929, cuando el empresario Francisco Lucas Salmerón, propietario de la ferretería de la Llave, tuvo el deseo de vivir a cinco minutos de la Puerta de Purchena con la sensación de estar en un cortijo. 



El jardín le cambiaba el paso a la calle y transformaba el ambiente. Tenía una gran variedad de árboles, de rosales, de margaritas, un jazminero que perfumaba toda la manzana, una jacaranda que sobrevivió al derribo de la casa, y un jardinero que se encargaba de cuidar las plantas como si fueran la parte más importante de la vivienda. Los árboles, desafiando las normas, traspasaban los límites de la tapia y sus copas saltaban por encima invadiendo un trozo de la calzada de la calle Alcalde Muñoz. Aquella esquina,  bajo la sombra que daban los árboles, era el lugar preferido por los vendedores ambulantes del barrio para montar sus puestos en los días de verano.



Ese último tramo de la calle Alcalde Muñoz empezó a experimentar una profunda transformación en los primeros años de la posguerra. En la gran explanada que se extendía frente a la Rambla se levantó el sanatorio de la obra sindical ‘18 de Julio’, que se unía por el sur a otra gran instalación sanitaria, el centro de maternidad de Auxilio Social. A comienzos de los años cincuenta se construyó el cuartel de la Policía Armada y de Tráfico, que acabó de urbanizar los últimos restos que quedaban de la antigua vega. 



El cuartel era una vieja aspiración del cuerpo que se encargó de acelerar el entonces Gobernador civil Manuel Urbina Carrera. Sobre una superficie de quinientos treinta metros cuatros se levantó un edificio de tres alturas. En la primera planta se instaló la cocina, el comedor, el bar, la armería y el economato donde las familias de los funcionarios podían comprar a precios más económicos que en las tiendas. En la segunda planta se instaló el cuerpo de guardia y los dormitorios de los oficiales y suboficiales, quedando el piso más alto para el despacho del capitán, la sala del médico y el dormitorio de los solteros. El recinto contaba con cocheras y un espacio amplio para patio donde los policías hacían la instrucción a diario.



Ese segundo tramo de la calle Alcalde Muñoz se llegó a convertir en el camino por el que venían al centro de la ciudad las gentes del otro lado de la Rambla y de la Carretera de Ronda cuando en la primavera de 1942 se abrió al público la pasarela bautizada con la letra ‘B’. Fue el segundo puente que se construyó para salvar el obstáculo que suponía el cauce de la Rambla para el crecimiento urbanístico de la ciudad.


Ese trozo de la calle Alcalde Muñoz tuvo una industria importante, que se mantuvo en pie en el mismo lugar durante varias generaciones y cuyo cartel de la fachada está ligado a la memoria sentimental de la ciudad. Era la primitiva Serrería Almeriense de la familia Martínez Oña, que a finales de los años sesenta se nos coló en casi todos los comedores de la ciudad y en los dormitorios con los populares muebles de Formica que fueron la moda de un tiempo.


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