La pelota que igualaba a ricos y pobres

Eduardo de Vicente
07:00 • 10 may. 2021

La pelota igualaba a los ricos y a los pobres. Los niños hablábamos el mismo idioma cuando corríamos detrás de un balón y las emociones y esa forma de felicidad que solo da el fútbol eran igual de intensas para los que jugaban descalzos que para los que tenían el privilegio de calzarse unas botas de tacos.



A veces sentíamos envidia por los niños del colegio de la Salle porque tenían un escenario propio y lucían las mejores vestimentas de la época. También envidiábamos a los muchachos que estudiaban para sacerdotes en el Seminario de la Carretera de Níjar, porque su patio era un auténtico campo de fútbol, con porterías de verdad y hasta una caseta para poder ducharse.



Los niños de barrio, los desheredados que andaban de un sitio a otro buscando un descampado donde jugar, teníamos que conformarnos con el primer solar que encontrábamos y con los mismos zapatos con los que íbamos al colegio. Había quien para no levantar sospechas en su casa, prefería jugar descalzo y de paso no dañar los zapatos oficiales.



Nos pasamos la infancia detrás de una pelota. Jugábamos con tanto entusiasmo que poco nos importaba el equipaje ni el escenario. A veces se retaban dos equipos sin otra indumentaria que las ropas que llevaban puestas, por lo que era muy habitual que para diferenciarse, uno de los rivales se desnudara de medio cuerpo hacia arriba para evitar confusiones. 



El juego de la posguerra almeriense y de las décadas siguientes fue el fútbol, los retos entre calles y entre barrios. Se jugaba a todas horas y en cualquier parte. Se jugaba a menudo en la playa, en el campo que había quedado libre cuando se derribo la vieja fábrica del gas, en los terrenos de Naveros junto al balneario de San Miguel y en un lugar que llamaban el campo de Los Arcos, bajo el puente de piedra que iba desde la estación del tren al cable de mineral francés. Se jugaba también en las mismas calles de tierra, pero había que estar vigilantes por si aparecían los guardias municipales, que tenían órdenes de combatir el fútbol callejero que tantas heridas dejaba en las fachadas de las casas y en las bombillas que iluminaban la ciudad. 



Los niños de la Plaza de Pavía montaban allí mismo su campo de fútbol antes de que se instalara el mercado definitivo, mientras que los de La Chanca jugaban en el puerto. 



Los niños del Barrio Alto se formaron en la Plaza de Béjar, peloteando en la tierra que cubría la explanada del refugio de la guerra civil. La Plaza de Béjar  fue el corazón del barrio en la posguerra. Tenía el sabor de los lugares escondidos por donde nunca circulaba un coche. De allí salieron algunos futbolistas famosos que se iniciaron en el deporte correteando por aquel anchurón callejero y organizando desafios en los bancales abandonados de la Vega. 



De allí era Juan Rojas Peña, el querido futbolista local que llegó a Primera División con el Almería. Rojas nació en la misma Plaza de Béjar, en una casa de planta baja que hacía esquina con la entrada a los pilones donde iban las mujeres a lavar la ropa. 

De la Plaza de Béjar era Pedro ‘el Chalecos’, un defensa central que también tuvo sus escarceos con el Almería, y Juan Goros, uno de los grandes rematadores de la época. Un día, a finales de los años cuarenta, un personaje conocido como el Bustos, que iba por las calles con una cesta cargada de platos para cambiarlos por las alpargatas viejas de la gente, tuvo la idea de organizar un equipo de niños para que pudiera participar en las competiciones locales. De aquella iniciativa nació el San Lorenzo, que tantas ilusiones repartió entre los chiquillos del Barrio Alto. 


Jugar en un equipo organizado significaba mucho entonces. Para la mayoría de aquellos niños fue la primera oportunidad de tener una camiseta con un escudo en el pecho. Significaba jugar con un pantalón de deporte y tener la sensación de que realmente ellos formaban un equipo. Algunos tuvieron también sus primeras botas, aunque la inmensa mayoría siguieron jugando con las sandalias de goma que durante décadas fueron el calzado universal de los niños pobres. Jugar con las sandalias dejaba después un rastro inconfundible, una huella negra mezcla de sudor y del polvo de la calle. 

Los más pobres, que tenían que proteger las sandalias porque su familia no tenía dinero para otras, no dudaban en quedarse descalzos y correr como galgos desafiando las piedras.



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