En esa larga lista de juegos que aparecían todos los años de cara al verano, estaba el de los ciclistas que simulaban a los grandes ídolos del pelotón. Los niños de antes teníamos mucha afición al ciclismo. Los niños de la posguerra porque era uno de los deportes más populares y que más éxito tenían en los programas de la feria de agosto; Los niños de los años cincuenta porque se formaron escuchando por la radio las hazañas de Bahamontes, y los que vinimos después porque pudimos disfrutar de la emoción de las primeras retransmisiones por televisión de las etapas del Tour de Francia y de ese pulso espectacular que duante años mantuvieron Ocaña y Mercks, nuestros ídolos. Por una cosa o por otra, éramos hinchas de las dos ruedas y soñábamos con tener nuestra bici de carrera y con jugar con los ciclistas que vendían en las tiendas.
Para el mes de mayo, después de que desaparecieran del escaparate los penitentes, las mantillas y las figuras de vírgenes y cristos que llenaban las vitrinas cada Semana Santa, aparecía el estallido de color de los pequeños ciclistas de plástico, que nos recordaban a los ídolos del pelotón que veíamos por la tele.
Los ciclistas en miniatura fueron una moda de los años sesenta y setenta, compartida por varias generaciones de niños que se pasaron la infancia colgados del espléndido escaparate de la tienda de Alfonso, en la calle de Castelar. Era un pequeño bazar de detalles y como tal, vivía de las sorpresas que cada temporada ofrecía a su clientela.
En los otoños, como anticipo de la Navidad, las vitrinas se llenaban de soldados, de yanquis, de vaqueros, de indios, de romanos y gladiadores; en Carnaval se vendían los artículos de broma, en Cuaresma los penitentes de plástico y para primavera los ciclistas.
Llamaban la atención por su colorido y por las esforzadas posturas que representaban. Cada corredor era un estallido de color: unos lucían el maillot con las banderas de los países que representaban y había uno que llevaba el maillot amarillo de ganador y como tal iba con el brazo levantado en señal de victoria.
Había corredores en plena escalada y otros que se agachaban sobre la bicicleta como para disputar un sprint.
Unos llevaban en la mano la bolsa de comida del control de avituallamiento o se tomaban un descanso en el pedaleo para beber un trago de agua de la botella. Existía la figura del ciclista del chupachús y la del que se ajustaba el pie a uno de los pedales.
El juego de los ciclistas venía de generaciones anteriores, de los niños de las años cincuenta que empezaron a utilizar como corredores las chapas de las botellas de cerveza y los refrescos.
Sobre la tierra de las calles trazaban una sinuosa carretera que terminaba en una línea de meta a la que había que llegar a fuerza de ir golpeando con el dedo las chapas.
La aparición de los ciclistas de plástico revolucionó el tradicional juego y cambió las normas. Ya no se trataba de un juego de habilidad, sino de azar, ya que cada corredor avanzaba según el número que le saliera en el lanzamiento de un dado. Ya no se jugaba en tierra, sino en las losas de las aceras y de las casas. Había barrios donde se organizaban auténticos Tours de Francia que duraban varias semanas. Cada día se disputaba una etapa por las aceras y se hacían apuestas multitudinarias.
Los ciclistas de plástico fueron un juego del verano en una época en la que se puso de moda lanzar varios juguetes al mercado cuando llegaban las vacaciones estivales para recompensar a los niños que habían sacado buenas notas.
En Almería los comercios que mejor explotaron el juguete de temporada fueron la tienda de Alfonso y Almacenes El Águila. En éste gran bazar, situado en el Paseo, colocaban un escaparate central con las novedades de ese verano y en medio de la tienda instalaban una meseta de madera que la llenaban de muñecos y muñecas vestidos de gitanos, que era el juguete que más le gustaba a los turistas.
Cada verano tenía su juguete de moda, el que salía antes por televisión para garantizarse el éxito de ventas. Hubo un verano que se impusieron los aros de plástico que aparecieron con el nombre de hula hop; otro en que la casa Fanta lanzó al mercado unos yo-yos que causaron furor en los colegios. A principios de los setenta a los niños nos vendieron la llamada ‘bola loca’ como el juegue de nuestras vidas y unos paracaídas que volaban como gaviotas por la playa.
Pero ninguno duraba tanto ni fue tan rentable emocionalmente como aquellos queridos ciclistas de plástico que vendía Alfonso a tres pesetas la unidad para alegrarnos las tardes de verano.
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