El kiosco de los Cuatro Caminos

José Torres Lax regentó uno de los negocios más populares del barrio de Los Molinos

José Torres Lax (a la derecha de la imagen) cuando trabajaba en ‘La Flor de la Mancha’.
José Torres Lax (a la derecha de la imagen) cuando trabajaba en ‘La Flor de la Mancha’.
Eduardo de Vicente
21:55 • 25 feb. 2021 / actualizado a las 07:00 • 26 feb. 2021

Fue uno de aquellos hijos de la guerra que tuvieron que ir labrándose un porvenir día a día, a fuerza de sacrificio, sin que nadie le regalara nada, sin apenas tiempo para disfrutar de la infancia, sin margen para saborear los mejores frutos de la juventud.



José Torres Lax conoció demasiado pronto las heridas de la guerra. Tenía solo tres años cuando su madre y sus tres hermanas se vistieron de luto por culpa de las represalias. Su padre fue uno de los presos que mataron en los primeros años de la posguerra en la cárcel del Ingenio, dejando huérfana a la familia y marcando el camino del único varón de la casa que desde que tuvo uso de razón no conoció otro destino que el del trabajo y el de la lucha por la supervivencia. 



Eran tiempos de grandes carencias, cuando las familias más humildes buscaban cualquier salida para poder escapar del hambre. A José Torres le encontraron una plaza en el Hogar ‘Alejandro Salazar', en la finca del Canario, y allí ingresó con doce años recién cumplidos



El famoso hogar de la Cuesta de los Callejones era mucho más que un colegio para todos aquellos muchachos que allí pudieron formarse y lo que era más importante entonces, comer tres veces al día.  Aunque desayunaban café con leche y pan, aunque casi todos los días tenían almuerzo de tres platos y se iban a la cama cenados, nunca les parecía bastante porque ellos arrastraban el hambre de una época.



El Canario fue su segunda familia hasta que ingresó en la Escuela de Formación con el propósito de aprender un oficio. Él eligió el de mecánico ajustador y en esta materia se fue formando hasta que lo mandaron a Montgat, un pueblo de Barcelona, supuestamente para seguir avanzando en su especialidad. Cuando llegó a su destino se encontró con la desagradable sorpresa de que en vez de motores le pusieron delante un campo extenso, y que la única herramienta que le dieron fue una hoz para segar. 



Lejos de su tierra y desilusionado con la realidad que tenía delante, decidió fugarse, subiéndose como polizón  a un tren que lo devolvió de nuevo a su casa. Era menor de edad, casi un niño todavía, pero el tiempo le apretaba y tuvo que empezar a trabajar en serio. Fue albañil, vendió verduras en la Plaza de Abastos y probó suerte como telero, de casa en casa. Un día que estaba parado frente al bar Negresco, en la antigua Rambla de Alfareros, el dueño del bar le ofreció trabajo. Así comenzó un largo romance de por vida con la hostelería. Del Negresco pasó a Casa Ortega y de allí a la plantilla de La Flor de la Mancha, donde aprendió todo lo que necesitaba para entender todos los secretos del oficio. 






Tras varios años trabajando para otros decidió emprender el camino en solitario y a finales de los años sesenta se quedó con la explotación de un kiosco de propiedad municipal que había en la entrada al barrio de Los Molinos, en el sitio conocido como cruce de los Cuatro Caminos. El kiosco se llamaba La Milagrosa, un nombre que no le podía ir mejor al bueno de José, porque obró un auténtico milagro convirtiendo aquel humilde puesto  en un lugar de encuentro de al menos una generación de jóvenes. 


Allí iban las pandillas, las parejas de novios, las familias completas, a disfrutar de la plancha de moda. Eran famosas en todos aquellos contornos las jibias, los pajarillos fritos, los armaos y las habas que José elaboraba con la ayuda de Gloria, su mujer, la que todos los sábados tenía que echarle una mano cuando era imposible encontrar un hueco libre en el kiosco.


Con los años se llegó a forjar una relación que iba más allá del negocio entre el dueño y sus parroquianos. Entre los fijos, entre los que tenían su puesto asegurado en la esquina, estaba Manolillo, un cliente que a pesar de padecer una minusvalía física que apenas le permitía andar, siempre acudía a su cita en los Cuatro Caminos. La huella de su codo estaba marcada en el mostrador. Por las noches, cuando echaba el cierre, José lo acompañaba al barrio de los Ángeles y lo subía en brazos hasta su casa.


Fue muy doloroso el día que el ayuntamiento decidió retirar el kiosco, lo que obligó a José Torres Lax a iniciar otra aventura más en su vida, la de un bar en la Avenida del Mediterráneo.


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