El seminarista que cargaba barriles de uva

Eduardo de Vicente
07:00 • 26 ene. 2021

Uno de los profesores que tuvo en el Instituto de Almería mandó llamar a su padre una tarde, y cuando lo tuvo delante en el despacho le dijo: “Este niño apunta alto. Si está en sus manos, déjele estudiar”. El consejo del  jefe de estudios era muy ambicioso, ya que en aquel tiempo, eran los primeros años veinte, solo hacían carrera los que tenían una familia con los suficientes recursos económicos para permitirse el lujo de estudiar. 



Andrés Martínez Segura era un espectáculo en el Instituto, figurando en todas las listas de alumnos destacados: lo mismo era el primero en Geografía o en Preceptiva Literaria que en Lengua Latina. Sin embargo, en Religión no estaba entre los sobresalientes, por lo que pocos podían imaginar entonces que aquel muchacho tan apegado a los libros iba a escoger el camino de Dios unos años después.



Andrés Martínez Segura nació el dos de febrero de 1909 en Almería. Su padre, Andrés Martínez Balcázar, trabajador de la Junta del Puerto, lo educó en un ambiente marcado por la religiosidad y la disciplina.



 Contaba de él que una noche que salió a dar un paseo con los amigos llegó a su casa más tarde de las diez, que era la hora acordada para el regreso. La tardanza enojó tanto al padre que lo castigó a pasar la madrugada sentado en un banco del Parque,  frente a su vivienda, en compañía del sereno. Hasta que amaneció, permaneció a la intemperie, cumpliendo un castigo que lo fue también para el padre, ya que permaneció toda la noche en vela, compartiendo desde la ventana el cautiverio del hijo. 



Aquella experiencia le dejó una huella en el alma, tan profunda como las primeras lecciones de Teología que recibió en el Seminario y que sirvieron para marcarle definitivamente el camino. Quería ser cura y luchó con fuerza para conseguirlo. La carrera era dura, muchos años de encierro y un sacrificio económico que lo obligó a trabajar en los períodos de vacaciones para poder costearse los estudios. Cuando llegaba el verano, se iba al puerto a trabajar tres meses cargando barriles de uvas. Uno de aquellos envases de madera le dejó una cicatriz permanente en un dedo del pie y cada vez que lo miraba recordaba sus años de barrilero y terminaba por contar la historia. 



Siempre llevó en la memoria la imagen de firmeza y honradez del padre, el tiempo de adolescencia entre los libros, la fe recién descubierta y el trabajo, recuerdos imborrables como el día que fue ordenado sacerdote o cuando cantó Misa por primera vez.



El estreno estaba previsto para el día del Corazón de Jesús. Para conmemorar una fecha tan señalada, Andrés Martínez Segura encargó a una imprenta  que le hiciera los clásicos recordatorios para repartir entre los familiares y los amigos. En aquellas tarjetas  de invitación figuraba el nombre de Real Convento de Las Puras, lo que provocó la respuesta inmediata de las autoridades republicanas de la ciudad, que apresaron al futuro párroco y lo tuvieron encerrado una noche entera en el calabozo. 



Tras ser retirados de la circulación los recordatorios con matiz monárquico, Andrés Martínez Segura salió en libertad y como estaba previsto, el 23 de junio de 1933 cantó Misa. Fueron años difíciles para los religiosos, siempre bajo sospecha. La situación se fue agravando en la guerra y comenzaron las persecuciones.


Andrés tuvo la oportunidad de huir, pero siguió ejerciendo su misión de forma clandestina. No quedaban iglesias donde ofrecer la palabra de Dios, pero sí capillas particulares a las que acudía de noche para no levantar sospechas. Mientras decía Misa en casa de unos amigos fue detenido por miembros del Comité Central Antifascista. Estuvo preso en Turón y posteriormente pasó a la cárcel del Ingenio. Cuando murió su padre, en plena guerra, lo dejaron salir para asistir al entierro en Fondón. Andrés  tuvo el valor de ponerse delante del féretro y hacer el camino hasta el cementerio rezando el breviario. Fue condenado a muerte, pero no llegó a ser ejecutado, ya que el avance de las tropas nacionales frenó las últimas ejecuciones.

Al terminar la guerra trabajó en las parroquias del Alquián, Cuevas de los Medinas y Los Molinos. Fue capellán del manicomio y de la prisión provincial. En la cárcel realizó una gran labor pasándole de tapadillo a los presos políticos las cartas que traían sus familiares. En 1944 fue destinado a Albox, donde vivió una de las etapas más tranquilas de su vida. En 1953, el entonces alcalde de la localidad, don Evaristo Martínez Zaragoza, lo nombró hijo adoptivo de la villa por sus diez años de desvelos al frente de la parroquia de Santa María. Todavía hay albojenses que recuerdan como don Andrés vigilaba en los bailes  que se organizaban en la Feria de Todos los Santos y al día siguiente, en el sermón, nombraba a los jóvenes que se habían excedido en la fiesta.


En 1955 ganó la plaza en la parroquia de Sorbas, donde estuvo hasta el día de su muerte, en 1990 y donde fue inmensamente feliz.



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