El Cañaero: el más duro del condado

Era el policía más temido de su época, un tipo implacable a la hora de hacer cumplir la ley

Uno de los municipales más famosos de Almería fue ‘el Cañaero’ (el primero por la izquierda). Conducía una moto Ducati.
Uno de los municipales más famosos de Almería fue ‘el Cañaero’ (el primero por la izquierda). Conducía una moto Ducati.
Eduardo de Vicente
00:21 • 10 dic. 2020 / actualizado a las 07:00 • 10 dic. 2020

En mis pesadillas infantiles se repetían con cierta frecuencia dos sueños: que iba en un coche y me precipitaba por un abismo interminable, despertándome justo antes de llegar al suelo, y que el policía municipal más célebre de mi época, el Cañaero, me detenía y me conducía al cuartelillo agarrado del cuello.



El Cañaero no era un policía más. El Cañaero era ‘el policía’. En él se acumulaban los adjetivos más temibles con los que se podía calificar a un agente de la ley: riguroso, serio, firme, implacable, astuto, rápido. Era, sin duda, el más duro del condado, con el que nos echábamos a temblar sin necesidad de tenerlo delante. Bastaba que uno de nosotros pronunciara su apodo: “El cañaero” o que a lo lejos escucháramos el ruido del motor de su Ducati, para que echáramos a correr asustados como si nos persiguiera el mismo demonio.



Impresionaba verlo subido en la moto, alto como un árbol, recio como un boxeador americano, con aquellos pantalones metidos por las botas que nos recordaban a los vaqueros más duros de las películas del Oeste, debajo de aquel casco redondo con gafas de sol que le daba un aspecto de ciudadano de otro planeta. 



Cuando más descuidados estábamos, dando pelotazos a las fachadas y haciendo inútiles los intentos de siesta de los vecinos, aparecía el Cañaero para imponer la ley sin contemplaciones. Con él no servían los diálogos ni el viejo truco de decirle que el padre de uno de nosotros conocía al alcalde o a algún concejal famoso. Si te cogía el Cañaero ya sabías tu destino: el cuartelillo del ayuntamiento, donde te llevaba con la misma rigurosidad como si acabaras de atracar un banco. Cuando ibas de camino al calabozo deseabas de verdad que te tragara la tierra o despertarte de pronto, como en una pesadilla, y comprobar que aquello no te estaba pasando a tí.



Pero, sí, te estaba pasando. Te había pillado el Cañaero  y toda tu valentía de niño callejero, todas las artimañas de golfo de arrabal, se desvanecían cuando te agarraba del cuello y te decía: “Se te va a caer el pelo”. El camino hacia el cuartelillo era ya una condena porque siempre te cruzabas con algún amigo de tu familia o con algún vecino que no tardaba en darle la noticia a tus padres. Lo peor de que te detuvieran era el castigo que te caía en tu casa y que te quedabas sin la pelota. En un rincón del ayuntamiento había un cuarto oscuro donde se guardaban todos los balones que durante años habían sido arrebatados a los niños de Almería por los municipales. 



Los municipales de aquel tiempo eran más temidos que los de ahora. No solo representaban la ley, sino que ellos mismos eran la ley y cuando se enfadaban podían desenfundar la porra sin dar explicaciones. La mitología infantil creó un temor hacia aquellos funcionarios con uniforme que formaban parte de nuestra vida cotidiana como unos vecinos no deseados. Los municipales de entonces vigilaban de verdad y se dejaban caer sin avisar para sorprender a los que infringían las normas. Multaban a las mujeres que tiraban el agua a la calle; multaban a los tenderos por vender los domingos y por no tener los precios bien señalados; multaban a los que se peleaban y a los que iban bebidos por la calle; multaban a los lecheros que profanaban su cargamento con agua, y perseguían a los niños por jugar al fútbol en medio de la calle. 



Entre todos ellos destacaba siempre el Cañaero porque era al que más temíamos. Era un miedo heredado, que ya sentían nuestros hermanos mayores y que se repetía por todos los barrios. El Cañaero era tan internacional que lo mismo lo conocían en el Zapillo que en las última chocilla de Los Molinos.



El Cañaero, como si fuera un caballero andante, llevaba el nombre de su barrio, como si fuera el suyo propio, igual que los toreros, y conducía la Ducati con el mismo estilo con el  que John Wayne montaba su caballo en las películas de John Ford. Le teníamos tanto respeto que nos grabamos en la memoria el sonido de su moto. A veces, ese temor nos conducía a errores y en mitad de la carrera, mientras huíamos del policía, oíamos una voz que decía: “No corráis más, que es el lechero”. Qué alivio cuando comprobábamos que no venía el Cañaero, que se trataba de una falsa alarma, que el motor era el de la ‘Rieju’ de Manuel Lores, el lechero del barrio de Los Molinos.


Pero más temprano que tarde llegaba el momento en que la alarma estaba justificada y en mitad del partido de fútbol se nos venía encima la sombra fatídica de el Cañaero a lomos de su Ducati. Cuando aparecía el corazón nos golpeaba con fuerza en el pecho y se nos secaba la boca con el sabor más amargo del miedo.



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