Almería desde los ojos de un emigrante

Cualquier detalle de la ciudad se idealizaba en el corazón de los que tenían que irse lejos

Carlos Hernández Picón fue uno de los almerienses que emigraron a Alemania a comienzos de los años sesenta.
Carlos Hernández Picón fue uno de los almerienses que emigraron a Alemania a comienzos de los años sesenta.
Eduardo de Vicente
00:15 • 16 oct. 2020 / actualizado a las 07:00 • 16 oct. 2020

Cualquier detalle que le recordara a su tierra, por pequeño que fuera, se idealizaba en los ojos de aquellos jóvenes que a comienzos de los años sesenta se montaban en un tren o en un autobús y atravesaban media Europa para buscar un trabajo y un sueldo decente. 



Cualquier detalle los devolvía a la ciudad y a los afectos que habían dejado atrás y cuando escuchaban por la radio una canción española o el nombre de Almería, una corriente eléctrica les recorría el pecho y un nudo se le instalaba en la garganta.



Muchos eran padres de familia que tenían que renunciar a ver a sus hijos crecer porque tenían que labrarse un porvenir a la fuerza. En aquellos tiempos no existía el milagro del teléfono móvil ni de Internet y poner una conferencia desde el extranjero era un lujo que no podían afrontar porque a Alemania o a Francia se iba a trabajar y sobre todo, a ahorrar dinero para intentar regresar cuanto antes. La única forma de comunicarse era el correo, las cartas de toda la vida que tardaban tanto tiempo en llegar que cuando el cartero las depositaba en el buzón las noticias ya se habían quedado antiguas. Eran cartas llenas de besos vacíos, de lágrimas contenidas y de esa esperanza compartida que alimentaba a todos los emigrantes de poder reencontrarse pronto con los suyos aunque fuera en Alemania.



El viaje era una ruptura absoluta: la soledad de aquellos trenes llenos de hombres y de maletas; el dolor de la despedida en el andén de la estación; la incerdidumbre de un país desconocido y de un idioma imposible; la frialdad de aquellas habitaciones de emigrantes donde hasta los muebles parecían sacados de contexto.



Tal vez, para aquellos hijos de Almería que en los años sesenta se embarcaron en la aventura de Alemania lo más importante de la casa que habitaban eran esos pequeños detalles que los vinculaban a su tierra: el cartel de una corrida histórica celebrada en la Plaza de Toros de Almería, donde se podía leer el nombre de ‘el Cordobés’, un mural con los dibujos del toro de Osborne y el caballo de Terry, las banderas de España con la muñeca vestida de gitana que entonces se utilizaba de decoración en casi todos los comedores y los retratos de la mujer y de los hijos que se habían quedado lejos. Eran recuerdos que le daban la vida, recuerdos que a veces penetraban como un arma afilada hasta el corazón en esos momentos de duda cuando en la soledad del dormitorio la distancia y las ausencias pesaban como una losa. Cómo se echaba de menos la tierra y la familia, cómo se emocionaban cuando en la radio que compartían como si fuera el gran tesoro de la casa conectaban con Radio Nacional de España y escuchaban las coplas que seguramente habían bailado en alguna verbena de alguna fiesta de barrio. Qué lejos quedaban las fiestas, las corridas de toros, el olor de los potajes, el calor de la familia, el sol de Almería



Carlos Hernández Picón fue uno de aquellos jóvenes que cruzaron los Pirineos para buscar trabajo en Europa. Él escogió el destino de Alemania, que a comienzos de los años sesenta se encontraba en plena expansión después de haber superado una dura posguerra. El crecimiento económico del capitalismo europeo exigía más mano de obra en una población que había quedado debilitada tras la guerra mundial. 



La situación de pujanza que vivía la economía alemana contrastaba con el subdesarrollo que venía arrastrando aún la española, especialmente  crudo en la provincia de Almería y en sus zonas rurales. Irse a trabajar a Alemania fue, para muchos almerienses, la única salida para poder sacar adelante a sus familias. Allí sobraba el trabajo y se cobraban sueldos que eran imposibles en Almería. 



Un trabajador de la construcción en la Almería de 1960 apenas ganaba para cubrir los gastos mínimos que generaba una familia de cuatro o cinco miembros, que era lo común, a lo largo de un mes. Por el contrario, el mismo oficio, en cualquier ciudad alemana, le proporcionaba unos ingresos cuatro o cinco veces superiores a los que tenía en su tierra.


Carlos Hernández dejó su barrio, el Zapillo, para irse a Alemania, buscando el dinero que aquí no pidía  ganar. Había estado trabajando en la construcción de la Central Térmica de la playa, pero cuando se terminaron las obras se agotó el trabajo. Se fue dejando a su mujer y a sus dos hijos, sin saber cuando volvería a verlos. A aquella vida, a tanta soledad, no llegó nunca a acostumbrarse por lo que cuatro años después regresó a Almería para trabajar en las naves de madera de los Terriza.


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