El chulo del Barranco Caballar

Eduardo de Vicente
07:00 • 07 oct. 2020

Su patria era tan pequeña que todos los días la recorría dos veces. Bajaba por la calle de Chamberí, cruzaba por la Plaza de Pavía, se iba derecho por el Parque Viejo, atravesaba el Paseo de San Luis y el Parque Nuevo y al llegar al muro de la Rambla ya tenía la sensación de que estaba en el extranjero.



Antonio Salmerón, el chulo del Barranco, no era de Almería, ni de la Chanca. Él era del Barranco Caballar y ya tenía bastante; él era el Barranco Caballar y cada vez que tenía que salir, aunque fuera media hora, el corazón se le llenaba de nostalgia. 



El Barranco, con su universo de higueras, chumbos y piedras, aislado en su propia soledad, era un mundo aparte, un feudo donde la naturaleza imponía sus propias leyes. Allí no llegaban los ruidos de la ciudad, ni las motos de los municipales, ni las sirenas de las ambulancias. 



Allí mandaban las familias que habitaban los cortijos como si fueran los últimos supervivientes de una forma de vida que se resistía a morir. Allí mandaba el chulo del Barranco, el aristócrata del barrio que cada vez que bajaba a la ciudad a dar un paseo iba marcando las diferencias como si viniera de otro mundo. Era chulo de verdad, de los que no pasaban desapercibidos, de los que dejaban huella allí donde pisaran. Había que verlo con qué elegancia paseaba su sombrero flamenco y con qué gracia se colocaba la flor en la solapa de la chaqueta, como si todos los días fuera de boda. Solo por su estampa y por la forma de andar, se le reconocía desde lejos. Por allí viene el chulo del Barranco, con la chaqueta impecable, con la flor tan derecha que parecía una pintura, con su espléndido sombrero ligeramente ladeado que le daba un aire de hombre antiguo, y con esos andares con los que iba diciendo “aquí estoy yo”, andares que exageraba cada vez que pasaba por un lugar concurrido. Después, cuando nadie lo estaba mirando, cambiaba el paso para no exagerar su figura.



Completaba su característica indumentaria con un bastón de paseo que le concedía un aire solemne y le acentuaba su condición de obispo laico y Señor de todos los balates del Barranco Caballar. Los domingos, para que la fiesta fuera completa, remataba su vestimenta con un pañuelo que colocaba estratégicamente en el bolsillo principal de la chaqueta. 



Antes de salir de su casa se echaba el pelo para atrás, se remataba los últimos pelos del bigote a lo Clark Gable, y echaba a andar hacia Almería dejando a su paso la estela de un actor de cine. Era todo un espectáculo verlo caminar, con qué donaire movía las caderas, parecía que estaba inventado el movimiento. Solo por verlo pasar, solo por disfrutar con su prestancia, las vecinas del Reducto se asomaban a la puerta cuando intuían la presencia del chulo del Barranco.



De su vida laboral no hay demasiados datos, tal vez porque el chulo tenía alma de artista y no era de los que se dedicaban a perder el tiempo buscando trabajo de un lado para otro. Se sabe que pasó una larga temporada en la fábrica de Oliveros, donde era el encargado de cuidar un compresor de ochenta caballos y donde llegó a convertirse en una institución, en un personaje muy querido por sus compañeros que lo valoraban por su condición de buena persona. 



Contaban que entró en Oliveros por mediación de uno de los encargados de la fábrica, Pepe Gálvez, al que el chulo había ayudado en los años de la guerra, buscándole un refugio en una de las cuevas del cerro de San Joaquín. En señal de agradecimiento porque le había salvado la vida, Pepe Gálvez le buscó la colocación en Oliveros donde el chulo se fue ganando el jornal diario y la paga para su jubilación.


Todas las mañanas, antes de que saliera el sol, el chulo del Barranco echaba a andar hacia el trabajo con sus andares de bailarín, su chaqueta impecable, su flor en  la solapa y su sombrero flamenco ligeramente ladeado, como si fuera al convite de una boda o a un bautizo. Era tanto del Barranco Caballar que todas las semanas aparecía en los talleres con una garrafa de agua recién cogida del manantial que tenía cerca de su casa, agua milagrosa, “agua de la salud” decía el chulo, mano de santo para los problemas del  estómago y del hígado, y un buen remedio para combatir la incurable nostalgia que sentía cuando estaba lejos de su barranco. 


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