Los churretes y las rodillas magulladas

El churrete en la cara y la herida en la rodilla eran parte de la indumentaria de los niños

Niños de la manzana de la calle Valdivia jugando en el suelo sin temor a mancharse la ropa con churretes en la cara y las rodillas magulladas.
Niños de la manzana de la calle Valdivia jugando en el suelo sin temor a mancharse la ropa con churretes en la cara y las rodillas magulladas.
Eduardo de Vicente
23:46 • 01 oct. 2020 / actualizado a las 07:00 • 02 oct. 2020

En mi calle y creo que en otros barrios también, existía la costumbre de que las madres le repasaran los churretes de la cara a sus hijos utilizando el muy antiguo recurso del dedo mojado en saliva. Era un remedio muy utilizado para los momentos especiales, cuando las madres nos llevaban al médico o a comprar ropa y de pronto, en mitad del camino, descubrían que llevábamos un churrete centinela que había sobrevivido al lavado de cara oficial que habíamos tenido que padecer antes de salir. 



Al menos en mi caso, nunca me sentí incómodo por llevar un churrete de más. Me ensuciaba sin darme cuenta porque la tierra, la cal de las tapias, el polvo de los trancos, la pelota sucia, los charcos, el barro, eran siempre mi destino. Por muy limpia que llevara la ropa mi alma estaba manchada de calle y poco me importaba el hábito cuando me sentía libre como un pájaro. En esos momentos uno se olvidaba de la camisa recién planchada, del pantalón inmaculado y de los zapatos relucientes, y si había que tirarse al suelo lo hacía con decisión, sin detenerme a pensar en las represalias.



La responsabilidad de regresar limpio era una utopía y cuando uno volvía a la casa siempre se encontraba con los mismos reproches. Salíamos a la calle limpios, oliendo a colonia y unas horas después volvíamos con las manos negras, con las caras llenas de churretes, con los faldones fuera y con las rodillas magulladas, convertidos en auténticos ‘cehomos’, como nos llamaban nuestras madres. Y aunque no sabíamos lo que era un ecce-homo, que era el término correcto, ya nos imaginábamos que tenía que ser algo muy grave, porque acabábamos castigados, al menos durante aquella noche, y con la promesa, que nunca se cumplía, de que no volveríamos a pisar la calle. Tan sucios no nos dejaban que nos metiéramos en la cama, por lo que antes de la cena teníamos que pasar por la tortura del lavado, que al menos en mi caso se resolvía con una metodología tan primaria como la del barreño



Sentía envidia por los niños que eran diferentes a mí, por los que tenían el adelanto del cuarto de baño con bañera, por los que se movían felices vestidos de limpio, por los que lucían la ropa nueva con elegancia y orgullo, por los que no se sentaban en cualquier tranco, por los que utilizaban el pañuelo como almohadilla, por los que no se despeinaban ni en los días de viento, por los que renunciaban al placer de comerse un polo por no mancharse. Sentía fervor por las niñas que tanto disfrutaban con la ropa nueva, aquellas primeras niñas de mi barrio que siempre parecían mayores que nosotros aunque tuviéramos la misma edad, porque eran más formales, más buenas y más limpias, porque se hacían adolescentes antes de tiempo, porque vestidas de domingo, con el pelo arreglado y el vestido ceñido al cuerpo, nos parecían mujeres y acabábamos profundamente enamorados de todo lo que las rodeaba.



Yo tenía asumido que era un profeta de la ropa de diario, que cuanto más gastado estuviera el pantalón, más libre me sentía. La ropa vieja disimulaba mejor las hazañas callejeras y me proporcionaba toda la libertad que entonces necesitaba para jugar sin condiciones y no sentirme atado a una vestimenta. 



En aquel tiempo los niños estábamos tan adaptados al terreno como un camaleón y teníamos la capacidad de cambiar nuestro aspecto externo según el lugar donde estuviéramos. Si nos íbamos a jugar a la playa veníamos con una capa de arena encima; si nos bañábamos en el puerto llegábamos cubiertos de agua, aceite y alquitrán y si jugábamos un partido en un descampado volvíamos con el color de la tierra metido hasta los dedos de los pies. Yo tenía asumido que era una fábrica de hacer churretes, que me podían lavar la cara diez veces, que cinco minutos después me la iba a ensuciar de nuevo. 



Los churretes eran una parte más de mi indumentaria y siempre había algún vecino gracioso que cuando se cruzaba conmigo me decía: “A ver cuando te afeitas ese bigote”. Yo tan inocente, me tocaba la parte superior del labio para comprobar que todavía no me había salido pelo alguno, y que ese bigote tan llamativo era el que me había dejado el bocadillo de sobrasada o la onza de chocolate que me acababa de comer. Uno podía exhibir los churretes de la cara y las manos sucias con cierta dignidad, porque eran gajes del oficio. 



Mucho más grave era llevar las velas colgadas, o lo que es lo mismo, que se te salieran los mocos. En mi escuela había niños que siempre llevaban las velas fuera por muchas advertencias que le hiciera la maestra. Estaban tan acostumbrados a aquella experiencia que no se daban cuenta de la anomalía hasta que le llamaban la atención. A veces resolvían el problema restregándose con la manga. En aquella época no se habían inventado los clínex y solo los niños más refinados llevaban un pañuelo en el bolsillo.



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