La tienda de ‘La Oriental’ y ‘La Milagrosa’

En Almería hubo dos comercios de coloniales con el nombre de ‘La Constancia’

La tienda de ‘La Oriental’ del  empresario Gervasio Losana destacaba en el Paseo, ocupando la esquina de la calle de Castelar.
La tienda de ‘La Oriental’ del empresario Gervasio Losana destacaba en el Paseo, ocupando la esquina de la calle de Castelar.
Eduardo de Vicente
21:42 • 08 sept. 2020 / actualizado a las 07:00 • 09 sept. 2020

Las tiendas de coloniales y ultramarinos eran auténticos templos, con sus estanterías que formaban el altar mayor, con sus parroquianos fieles, de ‘misa’ diaria, con su olor a embutidos y a bacalao, que eran el incienso que perfumaba el ambiente. Los dueños tenían también la mística de un sacerdote y en cierta forma hacían de confesores con los clientes más cercanos. 



No es de extrañar que hubiera algunos empresarios que bautizaran sus negocios con nombres religiosos. En la Glorieta de San Pedro, allá por el año de 1904, ya existía el establecimiento de ‘La Constancia’, que era conocido popularmente como la tienda de los beatos, por la estrecha vinculación que tenía con la Iglesia el propietario, Rafael J. Romero, y su familia. En Almería hubo dos negocios de coloniales con el nombre de ‘La Constancia’. El más antiguo data de las décadas finales del siglo diecinueve y estaba situado en la esquina de la actual calle del Conde Ofalia (antes del Teatro), con la calle  de Lachambre (antes de la Vega). Su propietario, Eduardo Crespo Vicens, tenía muy buen gusto para decorar los escaparates, sobre todo cuando los llenaba de los dátiles de Berbería que traía en exclusiva a la ciudad. 



La segunda tienda que se llamó ‘La Constancia’ está todavía presente en la memoria de muchos almerienses, ya que estuvo abierta hasta los años cincuenta, en la acera sur de la Plaza de San Pedro. A la entrada de la tienda había un cartel con un eslogan que decía: “La Constancia. Especialidad en cafés tostados, conservas de pescado, garbanzos legítimos de Castilla. Pureza en los artículos y exactitud en el peso”.



Otro establecimiento con nombre religioso era el del empresario Luis Morales, que en 1903 fundó la tienda de ‘La Milagrosa’. Era otro templo del comercio de comestibles, donde olía a los embutidos que le traían de los pueblos cuando comer morcilla o chorizo era un lujo sólo al alcance de unos pocos. El olor de los embutidos se mezclaba con el del atún y con el de los arenques que aplastados en cajas redondas de madera se exhibían junto a la puerta a modo de reclamo.



Por las tardes, el aroma del café recién tostado iba tomando las calles y los bancos de la Plaza Conde Ofalia se llenaban de gente, aunque sólo fuera para disfrutar del olor que dejaba el café. La tienda de Luis Morales daba a la Plaza Conde Ofalia y a la antigua calle del Ángel (hoy Antonio Ledesma), que todavía, después de la guerra, conservaba algunas de las casas de citas que tanta celebridad le dieron a aquel rincón de la ciudad.



En la calle de Castelar estaba el almacén de ultramarinos de ‘La Macarena’ y en los años de la posguerra abrieron otra tienda con nombre de santo: ‘Comestibles San Antonio’, de López Andrés.






En el Paseo, justo al lado de los populares Almacenes ‘El Águila’, existió la tienda de ‘El Corazón de Jesús’, donde iban las madres de la ciudad y de la provincia a comprar el aceite de hígado de bacalao que era un reconocido reconstituyente.


Al margen de los negocios bautizados con nombres religiosos, otros establecimientos destacaban por tener nombres sugerentes que de por sí eran un atractivo para los clientes. A comienzos del siglo pasado existía en la calle de las Cruces una cooperativa que se llamaba ‘El Transvaal’. En la calle del Conde Ofalia estaba el almacén de ‘Las Antillas’. Su dueño, Francisco Caparrós Prados, era el concesionario de las galletas María. En la calle de las Tiendas había una tienda de ultramarinos que se llamaba ‘La Carpense’, que tenía una sucursal en la Circunvalación del Mercado, compitiendo en los años veinte con otro gran negocio del ramo, ‘La Fama’, de Francisco Cortés Salvador.


En el recuerdo siguen el almacén de Alemán y el de Góngora, y la importancia que tuvo en la calle de Granada y su entorno la gran tienda de ultramarinos de ‘La Colonial’, toda una referencia en los años de la posguerra, con sus altos techos de madera sembrados de embutidos y jamones, sus amplios expositores donde se apiñaban las latas hasta rozar el techo, tan ordenadas, tan quietas, que parecían formar parte de un decorado de cartón piedra.


El local disponía de un mostrador secundario que se utilizaba para despachar el aceite a granel y para la molienda del café. En un rincón estaba el frigorífico, que en los primeros tiempos funcionaba a base de barras de hielo. Al fondo aparecía una cortina de canutillo que daba acceso a la oficina, en  la que destacaban un teléfono negro de brillo metálico, una máquina de escribir ‘Continental’, un armario ropero y una mesa en la que el propietario atendía a los viajantes y llevaba la contabilidad. 



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