El reino turrero de Adelina

Es uno de los fogones legendarios del Levante almeriense que aún sobrevive tras medio siglo

Adelina, en el centro, y su marido, en el restaurante.
Adelina, en el centro, y su marido, en el restaurante. La Voz
Manuel León
07:00 • 06 sept. 2020

Nadie puede verla ahora, excepto sus hijos, como si fuera una Marisol en el corazón de Turre. Adelina no es Marisol, pero sigue confinada desde aquel día de autos de mediados de marzo. Se ha impuesto un autoarresto domiciliario con tintes de Alcatraz que provocó que este periodista, quien una mañana de agosto se acercó a su casa a entrevistarla, tuviera que hacerlo por teléfono, aunque estábamos a tres metros de distancia con solo la madera de la puerta como fielato. “No me fío, este muchacho habrá andado por muchos sitios, no me fío”, les decía a sus hijos Antonio y Pilar para justificar su negativa a que me sentara con ella.



Entonces tuve que imaginarme a la faraona de los caracoles de Turre acurrucada sobre un cojín, con sus ojos oscuros asustados, con lo que le queda de su antiguo cabello trenzado, mientras sonaba su voz aún resuelta y matizadora tras el auricular devolviendo las preguntas que le lanzaba por el iPhone.



Los sabores de Adelina son los de todos nosotros, los de nuestra infancia. Como la arcilla o el fuego, tienen que ver con lo más primitivo que evocamos en un plato: un diente de ajo, el aroma del hinojo recién cortado, unas patatas fritas redondas.



La  recordamos en la cocina, como en un vientre materno, siempre con su delantal, con los restos incrustado de la batalla ante los fogones; el delantal que nunca se quitaba, como los toreros que nunca deben perder la muleta, como el guerrero que nunca abandona su escudo; el delantal de Adelina, lleno de lamparones, que lo mismo le protegía de las manchas de ajo colorao, que de las salpicaduras de aceite cuando freía huevos; el delantal con el que pelaba las patatas o con el que abrazaba a sus hijos cuando volvían del colegio.



Adelina nació en 1934, en plena República, cuando el mundo era manual. La misma Adelina que es celebrada ahora en un gurú digital como es Tripadvisor como la autora de “los caracoles más sabrosos de España”. Aunque ya no es ella quien los unge. Ha cedido sus secretos de proteica marmitona a sus hijos Antonio, Pilar y Adelina y a su yerno Pepe, los nuevos aurigas de un negocio que lleva conquistando paladares desde hace ya medio siglo al pie del desaparecido palmero de Turre.



Adelina fue bautizada con ese nombre por capricho de su padre, Juan Matías Cervantes, un propietario agricultor que leía en ese tiempo una novela por entregas cuya heroína así se llamaba. Nació en el campo, en una familia de siete hermanos, en el cortijo del Pajarero en Agua Nueva, aunque su padre tenía también cortijo y tierra en Las Alparatas, en cuya era se trillaba y se aventaba el grano para hacer pan blanco. Nunca pasó hambre, por eso, Adelina, en aquel tiempo tan exhausto, aunque trabajó desde los nueve años arrancando garbanzos, segando espigas con la hoz y abandonó pronto la escuela de doña Margarita. Una de sus pocas diversiones de jovencilla, una vez recogida la cosecha, era cuando se iba con su hermana Catalina a la playa del Varadero de Garrucha a pasear en un barco de remos de Juan el de la Manca.



Se casó con Juan Martínez, el hijo de una familia aparcera que había llegado desde Lubrín para hacerse cargo del vecino cortijo del tío Martos. Se fueron a vivir en 1959 a una casa en la calle de la Iglesia y él -como tantos- se fue de emigrante a Francia. Ahorró dinero y adquirió un camión con el que compraba cerdos en Lorca y los vendía a una cooperativa de Jaén. Así ahorró  la familia su primer millón de pesetas. 



Con eso y con un préstamo de don Guillermo, el de la caja de ahorros, Adelina y su esposo les pagaron a Los Pegotes para que les hicieran una casa en un solar a la orilla de la carretera, por la que entonces tenían que pasar todos los coches que iban camino de Almería. Al principio, en el almacén de la vivienda, Adelina puso una máquina de coser para arreglar pantalones y vestidos. Pero empezó a resplandecer el turismo -ya estaba abierto el restaurante Grice de su hermana Catalina y de su cuñado Martín Grima- y decidieron probar con una barra para dar cerveza y platos de magra y calamares. Juan siguió con el transporte y el bar lo llevaba Adelina, cuando no era muy usual que las mujeres atendieran estos negocios. - “¿Y si hablan mal de ti”, aventuró su marido? –“Si hablan mal, que hablen”, le contestó ella.


Un día de 1969 inauguraron y dieron gratis de comer y de beber. Fue todo Turre a hartarse de vino y de platos de pelotas, gurullos y emperador. Adelina empezó a poner en práctica los guisos que se sabía de memoria y que le había enseñado su madre en el cortijo.


Le ayudaban dos mujeres de Vera -Catalina e Isabel- que habían trabajado en una brasería y contrató a Paco el Jareño como primer camarero. Los sabores de Casa Adelina empezaron a adquirir nombradía en los pueblos limítrofes y Juan tuvo que dejar el negocio del camión para meterse también a hostelero. Fue ampliado carta con el revuelto de morcilla, con las berenjenas rebozadas, con las empanadillas que se sumaron a los proverbiales caracoles y la fritada de magra. En la Feria de San Francisco, por octubre, toda Garrucha pasaba por las mesas de Adelina, antes de ir a bailar a la Plaza. “Teníamos que matar hasta siete cerdos en el cortijo para atender la clientela”, recuerda esta maestra de los fogones de la estirpe de la Quica del Alquián o de Amalia la de Dalías, que asegura que él éxito de un plato está en los detalles.


Un día recibió una carta certificada de Madrid de una asociación gastronómica invitándola a ir a recoger un diploma por su defensa de la comida casera. “No fui, cómo iba a ir y cerrar el negocio con lo que debíamos aún”. 


Aún siguen bajando los insaciables ingleses de Cortijo Grande y Sierra Cabrera a ponerse tibios mojando la salsa de los caracoles, con un porrón de cerveza al lado y el sol de la terraza poniéndolos aún más colorados. Pero ya no está Adelina, ya no pueden ir a pedirle, como de costumbre, que salga de la cocina para aplaudirla por el sabor de un plato, como si acabara de interpretar una melodía con sus manos. 


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