Las novelas del kiosco de Serrano

El kiosco de Julián llegó a ser uno de los negocios más importantes del barrio de la Plaza de Toros, toda una referencia para dos generaciones de adolescentes que descubrieron entre las paredes de madera de aquel local la ilusión por las novelas de aventuras, por los tebeos y por las revistas.

El kiosco era el faro del barrio. Cuando las tiendas cerraban, Julián seguía abierto. La luz de  su lámpara de gas le daba vida a las largas noches de invierno. Los niños sabían que aunque fuera de noche, todavía disponían de tiempo para acercarse al mostrador con dos reales en la mano y llevarse un regaliz o un par de caramelos de nata, o una de aquellas bolas de chicle que el quiosquero guardaba en un tarro redondo de cristal que presidía el mostrador principal como un tótem.

Fue tanto el éxito del kiosco que al año de instalarlo tuvo que añadirle un cuerpo más para poder atender la gran demanda de novelas y tebeos. En aquellos años eran pocos los niños y los adolescentes que disponían de dinero para comprarse todas las semanas alguna de las publicaciones que editaban, por lo que tenían que recurrir al método del intercambio, que era el recurso de los pobres para seguir leyendo. Llegaban con la novela que acababan de leer, se la entregaban al hombre del kiosco y a cambio de una cantidad insignificante la podían cambiar por otra. Era un recurso válido para  disfrutar de las aventuras de los héroes del momento, pero aquellas novelas y aquellos tebeos de segunda mano no tenían el mismo glamour que las publicaciones recién estrenadas, donde podías disfrutar de ese placer añadido que suponía oler la tinta todavía caliente y contemplar el brillo de las historietas que todavía nadie había ojeado.

Al frente del negocio estaba Julián Serrano, un quiosquero con alma creativa al que una parálisis infantil le marcó la vida. Su primer trabajo fue con el artista almeriense Antonio Robles Cabrera, un autodidacta que por aquellos años le hacía trabajos a la comisión de Festejos del ayuntamiento para poder salir adelante. Un día, Robles Cabrera fue a la Escuela de Artes buscando alumnos para trabajar en su taller. Necesitaba jóvenes con la habilidad necesaria para trabajar con cartón piedra. Así fue como Julián Serrano y Robles Cabrera se conocieron. Durante meses, trabajaron juntos en el local que el artista tenía en al calle Braulio Moreno, haciendo las figuras de las carrozas para la Feria de Almería y la comparsa de gigantes y cabezudos que durante décadas recorrió las calles de la ciudad en cada festejo. Con Robles aprendió el manejo de la espátula y él fue el que le abrió las puertas del Casino para que Julián pudiera hacer allí sus primeras exposiciones.

Para poder crear, Julián ha tenido que trabajar duro a lo largo de su vida. La parálisis que sufrió con dos años marcó su infancia. Había nació en una familia humilde, en una casa obrera de la calle Regocijo. Su padre, un cabo de la Guardia Civil,  le dio una buena educación y procuró que adquierese la cultura básica que se daba en la época. Cuando tuvo edad de empezar a trabajar, le puso el kisco frente a la Plaza de Toros para que pudiera ganarse el pan y ser independiente. Allí estuvo durante veinte años, vendiendo caramelos y frutos secos, novelas, revistas y tebeos. 

Varias generaciones de vecinos del barrio de la Plaza de Toros crecieron leyendo las novelas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía, las historias de amores imposibles de Corín Tellado y las aventuras callejeras de Carpanta que el quiosquero colgaba en un lugar visible con un trozo de cuerda y un par de alfileres de la ropa.