El cenizo del uniforme de marinero

El niño Alberto Montoya, del barrio de la Joya, junto a su madre el día de su Primera Comunión.
El niño Alberto Montoya, del barrio de la Joya, junto a su madre el día de su Primera Comunión.
Eduardo de Vicente
07:00 • 24 ago. 2020

Fue a partir de los años cincuenta, cuando las familias empezaron poco a poco a progresar y a dejar atrás los tiempos más duros del hambre, cuando comenzó a imponerse la moda de los vestidos y los trajes de Primera Comunión. 



Los niños de la posguerra se conformaban con una camisa blanca, un pantalón limpio, unos zapatos relucientes y un vestido inmaculado a la hora de su encuentro con Dios, pero las generaciones posteriores dieron un paso adelante para que la fiesta fuera completa. Las familias progresaban y uno de los síntomas de que la vida ya no les apretaba tanto, era la del traje nuevo del niño y el vestido recién estrenado de la niña para hacer la Primera Comunión, aunque hubiera que estar ahorrando un año para conseguirlo. 



Fue en aquellos años cuando llegó la moda del traje de marinero, que convertía a los niños en militares prematuros, como si acabaran de desembarcar de una fragata de juguete. La verdad es que se trataba de una indumentaria que favorecía bastante. Hasta el niño del rincón más pobre del barrio más deprimido, parecía un almirante cuando la madre le ponía el traje de marinero y le echaba el flequillo en la frente. El color azul de las hombreras y del cuello, destacaba en medio de la blancura de la chaqueta abotonada que el sol radiante de mayo se encargaba de remarcar. 



Hacer la Primera Comunión de marinero fue mucho más que una moda de temporada. Pegó con tanta fuerza que llegó a convertirse en una tradición, con la variante de la chaqueta azul, que le daba otro matiz al traje. 



Los niños de los años sesenta y setenta siguieron eligiendo el traje de marinero, desafiando el bulo que decía que hacer la Primera Comunión con esa indumentaria te metía el gafe en el cuerpo y que seguramente, cuando te llegara la hora del sorteo para el destino del servicio militar, tenías más posibilidades de que te tocara en la Marina. Muchos acababan decantándose por el traje de fraile, sabiendo que nunca acabarían en un convento.



Que te tocara servir en la Armada era entonces una condena, equivalente a que te enviaran a alguno de los destinos perdidos del norte de África. Por eso rezábamos para que no nos tocara la Marina, que era la bola negra del sorteo porque significaba   casi el doble de mili y para que no nos enviaran a Melilla y a Canarias, que aunque después no eran destinos malos, tenían el inconveniente de la distancia, por lo que irse lejos de la península significaba no volver a casa en un largo periodo de tiempo. 



El día del sorteo siempre aparecía por el Cuartel algún listo que soltaba la falsa noticia de que este año se iban a librar más de la mitaz de los mozos por exceso de cupo, lo que provocaba un sentimiento de euforia que pronto, en el mismo instante que empezaban a salir los números, se transformaba en decepción. 



Muchos de los que caían en la Marina salían llorando del Cuartel. Era el destino maldito. En los años cincuenta hacer la mili en la Marina eran veintiún meses fuera. Después se redujo el periodo de tiempo y se establecieron dieciocho meses, por los quince que se cumplían en tierra. Pero más duro todavía era la Infantería de Marina, de la que corría la leyenda de las maniobras: “Allí se pasan los días pegando barrigazos y haciendo desembarcos”, se decía entonces. Después volvían a pasar los meses, volvíamos a olvidarnos de nuestra inminente vida militar hasta que otra carta certificada nos informaba de que nuestro tiempo civil se había terminado, que ya teníamos días y hora para recoger el petate y coger el tren.  


Los que iban a La Marina tenían que coger el autobús en la explanada del puerto para ir hasta San Fernando, que es donde estaba el cuartel de instrucción. Los que iban a tierra acudían a la estación para ser embarcados como reses en vagones de tercera donde amontanados recorrían media España, dependiendo de cada destino, con dos latas de fabada, una de atún y otra de sardinas en el fondo del petate. 


Los pobres marineros lo tenían más crudo. Se iban sabiendo que tardarían mucho en volver, que conseguir un permiso sería difícil para el que después del periodo de instrucción fuera destinado a un barco. Como consuelo, siempre había algún familiar o algún amigo cercano que con la voz de la experiencia sacaba a relucir las ventajas de ir a la Marina, porque te permitía ver mundo, visitar ciudades remotas que nunca más ibas a poder visitar, aunque tuvieras que pagar el precio de regalarle un año y  medio de la mejor etapa de tu vida al ejército.



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