La ciudad que atraía a los artistas

Eduardo de Vicente
07:00 • 10 ago. 2020

Había una ciudad que era fuente de inspiración para los artistas, barrios que mantuvieron su esencia hasta en los tiempos más duros, cuando Almería empezaba a llenarse de bloques de pisos y a perder su estampa moruna y mediterránea. Pintores y fotógrafos buscaban la verdad por esas calles por las que el tiempo pasaba con lentitud, donde la gente mantenía sus antiguas costumbres y los ritos heredados de los mayores.



Había una ciudad que se podía tocar con las manos subiendo a la Alcazaba o desde alguna de las torres de las iglesias. Subían con sus máquinas y sus carretes, con sus taburetes y sus pinceles, tratando de encontrarse con esa fuente de inspiración inagotable que era entonces la ciudad de Almería. 



Cuando en los años sesenta empezaron a surgir los grandes edificios por todos los rincones, dejamos de ver a los artistas en las azoteas. Los pintores que subían a la torre de la Catedral no volvieron a hacerlo cuando frente al campanario construyeron el piso de la librería Pastoral, que se llevó por delante toda la magia de aquel escenario. El piso de la calle Velázquez fue un atentado brutal para aquella manzana, tan grande como la construcción de las diez plantas del edificio de la Plaza de Bendicho, que abrió la veda en el barrio para los promotores más intrépidos.



Desde lo alto de la torre de La Catedral descubríamos una ciudad que nos parecía distinta, como sacada de un sueño, una ciudad sin más ruidos que el de los pájaros que cruzaban el cielo, una ciudad hermosa y desordenada. Desde allí arriba se disfrutaban las mejores vistas que uno podía imaginar. Se podían ver todas las cúpulas de las iglesias; el terrao del edificio del Seminario, donde los niños internos subían por las tardes a tomarse las lecciones y a comerse el pan con chocolate de la merienda;  las siluetas desgastadas de los cerrillos del Quemadero, las Cruces y la Molineta;  las murallas de La Alcazaba, que parecían tan cercanas que daba la impresión de que estirando los brazos podíamos llegar a rozarlas; las casas colgantes de la ladera de San Cristóbal, donde siempre había niños volando palomas, donde siempre había algún vecino del barrio haciendo sus necesidades entre las chumberas creyendo que nadie lo miraba. 



Desde la torre de La Catedral impresionaba contemplar las sombras de los habitantes de los cerros de la Chanca trepando por aquellos senderos de piedra como si fueran gatos. Aquellas cuestas eran auténticas avenidas  por lo transitadas que estaban. En las tardes de invierno, desde la torre de la Catedral se disfrutaba de la imagen de las fogatas que entonces se encendían en las puertas de las casas, donde acudían los vecinos a calentarse.



Desde la torre de la Catedral, mirando al sur, se divisaban las primeras curvas de la carretera de Aguadulce por donde pasaba un coche de vez en cuando, y metido en el mar, la estampa del faro regalando sus luces a los barcos que se acercaban a la bahía. Desde aquella azotea privilegiada se sentía de cerca la presencia del mar, que se veía y se rozaba detrás del edificio del Hospital, pegado a las palmeras del Parque.



El terrado de la torre de la Catedral tenía el aliciente añadido de ser un lugar prohibido si no eran amigo o conocido de la familia de los campaneros que habitaban la torre.



Había otros terraos privilegiados como los de la calle de José María de Acosta, detrás del ayuntamiento, desde donde se podían ver gratis las películas que en verano proyectaban en la terraza Moderno. Cuando los vecinos tomaron por costumbre subir a ver las películas todas las noches, cuando medio barrio se daba cita en las azoteas para ver cine sin pagar, el empresario del negocio, Juan Asensio, decidió que era más rentable dejar pasar a la terraza a las familias que vivían en las casas de enfrente para evitar así la competencia de los terraos.

Había manzanas enteras de casas que se comunicaban por las azoteas, viviendas tan pegadas las unas a las otras que se podía recorrer el barrio saltando por los terraos. Había terraos prohibidos, como los de la calle Hércules, desde donde se podía contemplar cómo se ganaban la vida las mujeres de las casas de citas de Las Perchas. Desde la intimidad de la azotea uno podía gozar del placer de descubrir a algún cliente conocido, algún vecino cruzando a escondidas por las sombras del lugar. 

Había también terraos misteriosos, como el de Anita, la bruja de la calle del Niño. Era una mujer pequeña y enjuta que sabía echar las cartas, leer las manos, y era experta en filtros para hacer y deshacer amores y en remedios para curar el mal de ojo. Los niños del barrio aseguraban que más de una noche habían visto a la hechicera subida en la azotea buscando la complicidad de la luna llena y entonando oraciones tenebrosas. Había quien aseguraba que en un pequeño habitáculo del terrao escondía las artes de su magia.



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