El barrio de los pintores y de Ambrosio

Eduardo de Vicente
07:00 • 22 jul. 2020

Si alguien preguntaba por la calle de Romero de Torres casi nadie sabía de qué lugar estaba hablando, salvo que fuera el cartero del barrio. Sin embargo, si uno cruzaba el badén de la Rambla por la calle de Murcia y preguntaba: “¿Sabe usted donde vive Ambrosio?”, inmediatamente le señalaban el camino. 



La calle de Romero de Torres era una más de esa encrucijada de callejones y bloques de pisos que la Organización Sindical levantó junto al cauce de la Rambla y el Barrio Alto a finales de los años cincuenta. Todas sus calles fueron bautizadas con nombres de pintores para que la barriada tuviera su propia personalidad y se distinguiera de otros bloques de viviendas sociales parecidos que se habían construido al otro lado de la Rambla.



El barrio de los pintores, como llegó a ser conocido popularmente, formaba una pequeña ciudad que en su tiempo se podía considerar como una urbanización de lujo comparada con la humildad de las casas del Barrio Alto, con el que colindaba. Las casas obreras del barrio de los pintores tenían dormitorios separados, una cocina anchurosa con luz natural y hasta un cuarto de baño con váter, lavabo y ducha. Sólo le faltaba el bidé, pero eso era un lujo exclusivo de los ricos. 



Tener un váter reglamentario en aquel entorno era casi una opulencia, teniendo en cuenta que la mayoría de los vecinos del Barrio Alto tenían todavía pozos negros en las casas y ni habían oido hablar del alcantarillado. Lo mismo ocurría con las duchas. Ducharse o meterse en una bañera era un elitismo cuando en la ciudad éramos mayoría los que utilizábamos el viejo recurso del barreño en el patio y los cazos de agua caliente con los que nos aseaban los domingos.



Las viviendas de los pintores se adjudicaron por sorteo, aunque como solía ocurrir con frecuencia en aquella época, muchas se entregaron por el sistema del enchufe: aquel padre de familia que conocía a alguien bien colocado en sindicatos tenía más posibilidades de que la concedieran el piso. En el primer año de vida de las nuevas viviendas, el barrio llegó a tener más de mil vecinos, destacando el mestizaje profesional. Lo mismo te encontrabas a un médico o a tres sacerdotes en la lista de vecinos, que a un callista, a un panadero o a un batallón de ferroviarios y metalúrgicos.



Allí vivió el locutor de radio Andrés Caparros cuando era un adolescente y allí hizo historia el periodista deportivo Ambrosio Sánchez, que no tardó en convertirse en el personaje más conocido del distrito por su capacidad logística para organizar bailes con tocadiscos los fines de semana. Con 14 años era el único que trabajaba de la pandilla y con los primeros ahorros  se compró un tocadiscos, a medias con su hermano Manolo, con el que se asociaba los fines de semana para organizar las fiestas. Todos los discos de moda que salían al mercado se estrenaban en el tocadiscos de Ambrosio. “Tombe la neige...”, decía la canción de Adamo que bailaban a media luz y a un palmo de distancia del cuerpo de la compañera.  Ambrosio era un conquistador entonces, un galán de guante blanco, sin maldad, sin una mala intención, sin un gesto que molestara, siempre derrochando  caballerosidad y buenos modales, de los que se apuntaban todas las noches a acompañar a las niñas sanas y salvas hasta sus domicilios



El barrio de los pintores llegó a tener hasta su propio cine, la terraza Apolo B, pegada a la fachada norte de la Escuela de Formación. Los vecinos, desde las ventanas de los pisos, escuchaban las películas como si tuvieran los altavoces en el salón de sus casas antes de que el lugar fuera ocupado por los televisores. 



Si el Monumental fue el cine de invierno del barrio, la Terraza Apolo B fue la sala de las noches de verano donde las familias acudían a ver aquellas sesiones dobles llenas de pistoleros y bandidos, adornadas con bocadillos de sobrasada, bolsas de pipas y gaseosas baratas de las que fabricaban en Almería. 


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