Matías Pérez y la pasión por el Cordobés

Eduardo de Vicente
07:00 • 13 jul. 2020

Matías Pérez llevaba las mejores gafas de sol que había en el mercado en los años sesenta y olía a colonia extranjera cuando en Almería no se conocía otro perfume que el Varon Dandy y el sudor natural de los cuerpos. Matías lucía un corte de pelo impecable y se afeitaba con tanta pulcritud que su cara parecía la de un niño. Siempre en perfecto estado de revista, como si acabara de salir de la ducha cuando pocos se duchaban, luciendo pantalones y camisas recién salidos de la fábrica, antes de que se pusieran de moda en Almería.



Matías valoraba la imagen, la consideraba fundamental, pero sin llegar nunca a descuidar los valores del alma. Dicen de él que era difícil encontrar a alguien que tuviera mejor corazón, más generoso, dispuesto siempre a hacerle un favor a los amigos. Por su oficina, en la secretaría del Gobierno Civil de la calle de Arapiles, pasaban a diario los conocidos a pedirle su colaboración para lo que fuera, si estaba en sus manos. 



Matías Pérez era todo un personaje en la Almería de los años sesenta, un tiempo de profundos cambios en la sociedad, pero un tiempo que a él se le quedaba estrecho como también se le quedaba pequeña la ciudad en la que le tocó vivir. Aprendió a no escuchar los comentarios sobre su masculinidad y a mostrarse tal y como era, con sus gestos diferentes y con su profunda bondad. 



Cuentan los que lo conocieron, que daba alegría cruzarse por la mañana con él cuando iba camino del trabajo, llevando en la boca esa sonrisa contagiosa que compartía con todo el mundo para hacer de la vida un camino más agradable.



Matías Pérez era un hombre apasionado que se enfrentaba a la vida con la mejor cara que tenía, que respondía a las adversidades con un gesto amable y solía cumplir casi todos los objetivos que se marcaba. Aquel verano de 1965, el que refleja la fotografía, tenía la ilusión de echarse una fotografía con el Cordobés y movió todos los hilos para meterse entre bastidores en la Plaza de Toros y salir retratado al lado de su ídolo.



Matías decía que el Cordobés era un torero revolucionario, otro personaje adelantado a su tiempo que llegaba a las plazas con un viento nuevo, sugerente y contagioso, que atraía a la juventud. No solo se fotografió con el Cordobés, sino que también le puso la mano en el hombro como si acabara de conquistar una nueva amistad. Quería retratarse con el torero, pero con un gesto de cercanía, como si se conocieran de antes, no como aquellos aficionados que se acercaban a sus ídolos temblando por miedo a ser rechazados.



La otra gran pasión de Matías era el fútbol. Pertenecía a esa especie de aficionados que hacen del fútbol su filosofía de vida y que entregan los mejores años de su vida a batallar en las categorías modestas sin otra recompensa que sacar adelante un club a fuerza de sacrificio. La historia nos ha contado muchas veces que Matías Pérez Fernández fue el fundador del Hispania, que lo hizo en 1954 acompañado de su amigo y colaborar José García Ruiz, ‘Pepe Lápiz’, aunque la realidad es otra. En Almería ya se había puesto en marcha un equipo con el nombre de Hispania mucho antes, tan sólo unos meses después de terminar la guerra civil. Con ese nombre  sobrevivió durante años aguantando los temporales de la época más dura de la posguerra, desapareciendo y volviendo a renacer de sus cenizas. 



Fue en 1954 cuando Matías Pérez reorganizó el Hispania a través de un equipo que empezó a competir en categoría infantil en la temporada siguiente. El gran mérito de Matías Pérez fue que rescató el Hispania y lo fue integrando de tal forma en la ciudad que desde entonces formó parte de la historia de nuestro fútbol, no por los títulos que consiguiera, sino por la oportunidad que le dio a cientos de jóvenes de poder practicar al deporte de la manera más digna posible. 

Matías Pérez organizó un club sin apenas medios, tocando en una puerta y en otra, sacando un duro donde no lo había para que los niños pudieran tener sus equipaciones. No era  un presidente de despachos, sino un luchador con las manos manchadas de la cal. Su puesto estaba en la banda, pendiente en todo momento de que la organización fuera perfecta, que se cumplieran los horarios, que los árbitros fueran respetados, que a los niños no les faltara un bocadillo y un refresco después de cada partido.



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