Los que se iban quedando en el camino

Eduardo de Vicente
07:00 • 08 jul. 2020

Las amistades más sólidas, las verdaderas amistades que surgen del corazón se forjan en la infancia, cuando brotan de forma espontánea al margen de intereses y de apegos físicos. 



Cuando éramos niños pensábamos que nuestros amigos iban a ser para siempre, de la misma forma que estábamos convencidos de que la infancia era una eternidad. En esa amplia lista de amigos que barajábamos había varios grupos: los amigos de la calle, los amigos del barrio y los compañeros del colegio. Solía ocurrir que los grupos se entrecruzaban y que tu mejor amigo de la calle o  del barrio era también el que compartía la misma banca en el colegio. 



Con el amigo de la calle se establecía una relación tan estrecha  que rozaba la familiaridad. Entrábamos y salíamos de su casa como si estuviéramos en la nuestra y conocíamos los olores de su cocina, reconocíamos la voz de su madre como si también fuera la nuestra y a veces  hasta nos enamorábamos de esa hermana de nuestro amigo, unos años mayor que nosotros, que en un verano se hacía una mujer mientras seguíamos deseándola en silencio. Con los amigos del barrio se establecía una relación más gregaria, basada en  las reglas que marcaba la pandilla y se llegaban a forjar lazos estrechos, de tal forma que si un amigo del barrio se encontraba en un aprieto salíamos en su ayuda cumpliendo con un viejo código moral no escrito. Teníamos asumido de verdad que nuestra calle y nuestro barrio eran nuestra única patria. Cuando un día teníamos que ir lejos, a otro distrito de la ciudad a ver a un pariente lejano, casi nos sentíamos extranjeros y si por casualidad durante aquel exilio nos cruzábamos con un amigo de nuestro barrio, nos invadía una sensación de alegría parecida a la que años después sentíamos cuando estábamos fuera de Almería y nos encontrábamos con un paisano. 



Estábamos convencidos de que los amigos de la infancia, como la propia infancia, no se iban a terminar nunca, pero estábamos equivocados. Poco a poco, la vida nos iba llevando por caminos distintos y cuando llegábamos a ese momento crucial que coincidía con la salida definitiva del colegio, dábamos un salto en el que se quedaban atrás muchos de aquellos compañeros de nuestra niñez. 



Los que se iban quedando en el camino seguían rumbos diferentes, algunos desembocaban en el abismo. Todos conocimos a niños y niñas de nuestro barrio que dejaron de estudiar de forma prematura y en muchos casos también dejaron de ser niños antes de tiempo. 



Niñas con las que compartíamos besos a oscuras en la intimidad de los portales, y que de la noche a la mañana se hacían mujeres llevando un hijo en su vientre. En esos  primeros años setenta eran frecuentes los casos de los muchachos que se llevaban a las novias cuando todavía no habían dejado atrás la infancia. Qué distancia tan brutal se abría entre nosotros, los que queríamos seguir siendo niños, y aquellas adolescentes que se convertían en madres con quince  años. Apenas hacía dos o tres años que jugábamos con ellas a acariciarnos, y sin embargo teníamos la sensación de que toda una vida se había cruzado entre nosotros. 



Entre los que se iban quedando en el camino estaban también los muchachos que no querían seguir estudiando y se ponían a trabajar o a aprender un oficio. Entre ellos y los que seguían estudiando se abría una brecha insalvable. Los que íbamos al instituto teníamos una misma red de amistades y compartíamos la ilusión de las fiestas de los viajes de estudios y los cigarrillos a escondidas a la hora del recreo. En cierto modo, seguir estudiando nos permitía estirar un poco más la infancia por mucho empeño que pusieran el bigote y los granos de la cara en convertirnos en hombres.



Los que empezaban a trabajar adquirían una responsabilidad que también nos separaba. Mientras que los que estudiábamos formábamos la cofradía de los bolsillos vacíos, los muchachos que trabajaban salían los domingos con las alforjas bien cargadas.  Un día se echaban una novia formal y ya no volvías a verlos nunca. El trabajo, la novia, los planes de futuro, el dinero para dar la entrada del piso y las prisas por formar una familia, formaban parte del imaginario de muchos de aquellos jóvenes que fueron nuestros amigos de infancia. Se habían quedado definitivamente en el camino y mientras los que estudiábamos seguíamos soñando con una novia distinta en cada baile, ellos asumían con resignación los grilletes de la responsabilidad.

Qué fue de aquellos amigos con los que tanto compartimos. Los fuimos perdiendo de vista cuando la vida nos llevo por senderos distintos, pero nunca los olvidamos porque pasaron a formar parte de nuestra memoria sentimental. A casi todos nos ha ocurrido alguna vez que treinta o cuarenta años después nos hemos cruzado con alguno de aquellos viejos amigos de la infancia y que a pesar de los años lo hemos seguido reconociendo. El tiempo le había cambiado la cara y el color del pelo, pero el gesto del alma lo seguía conservando como cuando era un niño.


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