El pasadizo frente al Arresto

Eduardo de Vicente
07:00 • 15 jun. 2020

En un tiempo en el que la chiquillería se pasaba la infancia de calle en calle, los rincones misteriosos tenían un encanto especial. Había lugares que eran doblemente atractivos porque nos imponían respeto y nos alimentaban la fantasia, calles y casas que nos producían miedo y seducción a la vez, sitios que arrastraban alguna historia turbia, pasajes prohibidos donde no podíamos acercarnos sin violar las recomendaciones de nuestras madres que nos decían aquella frase de “como yo me entere de que has ido por allí no vuelves a pisar la calle en un mes”.



No había nada que nos gustara más que saltarnos las reglas y correr el riesgo de un castigo o penetrar en un callejón maldito o en uno de esos caserones antiguos que se quedaban abandonados durante años y se llenaban de fantasmas.



Uno de esos rincones mágicos estaba en la calle Juez. En una esquina, en el punto de unión de dos edificios, aparecía un extraño arco por el que se accedía a un pasadizo en forma de codo que desembocaba en la estrecha y olvidada calle del Milagro. 



Aquel arco tenía un punto siniestro, amparado en su eterna oscuridad y en la sordidez de una curva que durante años fue un escenario propicio para las meadas nocturnas y para las parejas furtivas que iban buscando un metro de soledad para satisfacer sus instintos. En los primeros años setenta, cuando aquellos barrios estaban todavía alumbrados por esqueléticas bombillas, el rincón de la calle del Milagro estaba oscuro como la boca de un lobo y eran pocos los que se atrevían a atravesarlo más allá de las diez de la noche. 



Los niños jugábamos a hacer incursiones nocturnas: unas veces pasábamos corriendo por aquel extraño pasadizo, creyendo de verdad que una mano negra se nos iba a echar encima, y otras, cuando íbamos más y nos sentíamos más valientes, nos dedicábamos a espiar a los vecinos de la calle a traves de las ventanas con el riesgo de ser descubiertos.



En esa misma acera por la que se accedía al arco y al pasadizo, estaba la muy antigua bodega de las cortinillas, donde por las noches siempre había un hueco para alguna de aquellas almas solitarias quehuían de la realidad frente a un vaso de vino o una copa de anís. La bodega estaba tan escasamente iluminada como la calle y a través de sus amplios ventanales se podían ver sobre la barra las sombras de los clientes proyectadas sobre la pared. 



Enfrente de la bodega, a espaldas de la Plaza Vieja, aparecía el cuarto que se utiliza como Arresto Municipal, que también nos atraía y también nos asustaba. A veces, en el silencio de la noche, escuchábamos las voces de algún desgraciado que en estado de embriaguez era conducido al calabozo a fuerza de empujones o de algún cliente de las Perchas que había sido denunciado por escándalo público. Los municipales de la época solían amenazarnos a los niños callejeros con llevarnos algún día al calabozo para que dejáramos de incordiar con la pelota.



El callejón del Milagro con su arco tenebroso y sus casas moribundas se mantuvo fiel a su estilo durante décadas. Fue uno de esos lugares por los que no pasó el tiempo ni el progreso, ni el asfalto ni las alcantarillas. 

En aquel espacio umbrío, haciendo esquina, existió en otro tiempo una hornacina que contenía en su interior, protegida por una verja de alambre, la imagen de la Virgen del Milagro. Había una mujer, vecina de la calle, que se encargaba de cuidar ese pequeño sagrario  para que a la Virgen nunca le faltaran flores y para que todas las noches las candelas que la custodiaban estuvieran encendidas hasta la madrugada.  


A pesar de la soledad de la calle, la hornacina con la imagen de la Milagrosa se mantuvo en pie, soportando a veces las embestidas de los bárbaros que intentaban forzar su reja. Sobrevivió hasta julio de 1936, cuando unas semanas después del alzamiento militar que provocó el comienzo de la guerra civil, la cavidad desapareció entre las llamas y no se supo nada más de la figura de la Virgen, de la que solo quedó el rastro del nombre.


Sobrecogía aquel rincón de entrada con la bóveda haciendo esquina donde no había más luz que la que llegaba de la calle Arráez, donde estaba la bodega de las cortinillas y donde estuvo  destacaba el hermoso edificio que albergó la escuela de los Flechas Navales. En ese mismo caserón, que hoy está destinado a oficinas municipales, se establecieron desde 1941 las dependencias de la Jefatura Provincial de Milicias, donde iban los jóvenes a encuadrarse en las centurias falangistas que se pusieron de moda en la posguerra, y desde 1964, la sede del colegio de los Flechas Navales, un centro que se gestó en el verano de 1955, cuando la Delegación Nacional del Frente de Juventudes puso en marcha este nuevo proyecto educativo para formar a los hijos de los pescadores. 


Para entrar en la escuela había que tener entre once y diecisiete años de edad y pertenecer a una familia donde el padre se dedicara a actividades marineras. Disponía de tres amplias clases de Enseñanza Primaria y talleres donde aprendían el funcionamiento de los motores marinos, de la radio y eran instruidos en las habilidades de la carpintería y la electricidad relacionadas con las labores del mar. Al frente estaban cuatro profesores de enseñanza general, uno de prácticas marineras, otro de teoría y un técnico de radio.



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