Esperando el Alsina

Aquellos autobuses y la antigua Estación cuando casi nadie tenía coche vertebraron la provincia

El andén de la vieja estación de autobuses en una imagen de los años 80. Se inauguró en 1955 y se cerró en 2000.
El andén de la vieja estación de autobuses en una imagen de los años 80. Se inauguró en 1955 y se cerró en 2000.
Manuel León
07:00 • 07 jun. 2020

Los almerienses llevan toda la vida esperando algo: esperando trenes como Penélope, esperando agua como Moisés, esperando a que un camarero les haga caso en una barra de la feria (este año no hará falta); los almerienses llevan toda la vida esperando, como se esperaba la vuelta del padre emigrante, la vuelta del hijo de la mili, como se esperaba encontrar un novio ingeniero o una novia con dote, como un labrador de los Vélez esperaba la lluvia o como los caminantes del Paseo Marítimo esperan que amaine algún día el viento de Poniente. Llevamos siglos esperando. 



Pero lo que más han esperado los almerienses de los pueblos para ir a la capital y los de la capital para ir a los pueblos ha sido el Alsina en la vieja Estación, cuando eran muy pocas familias las que tenían un coche particular. 



Esperando aquellos autobuses rojos y blancos, aquellos Setra-Seida de volantes descomunales que giraban impulsados por los brazos tostados de los chóferes, los almerienses han visto pasar la vida, su vida: estudiantes internos de la Compañía, de la Universidad Laboral o del María Inmaculada, aguardando el autocar los viernes por la tarde de vuelta a su casa; abuelas sentadas en esos bancos rancios junto al andén con un cansancio de siglos y a los pies, bolsas con telas del Blanco y Negro; niños correteando con sus jerseys de pico y sus flequillos al  viento esperando la llegada del coche de Dalías o de Vera o de María; jovencillos fumando nerviosos camino de un fin de semana con amigos en la playa de Mojácar. Todo eso ocurría allí, enfrente de las Destilerías de Briseis, junto al edificio de Artés de Arcos, espera que te espera en el patio de la Estación, aguardando al Alsina de línea, aunque algunos pasajeros llegaran corriendo, sin aliento, justo en el momento en el que el vehículo empezaba a salir por Gregorio Marañón y se torcieran todos los planes por un minuto de demora.



Había tiempo para todo, en ese tiempo deambulando por la Estación, cuando el tiempo no se ocupaba en mirar pantallas, cuando había tiempo de acercarse a la taquilla a sacar el billete con antelación, de pelarse en la peluquería de Juan que había junto a la entrada o comerse un bocadillo de magra con tomate en el bar o de comprar un cupón, o de que el limpiabotas te echara betún en los kiowas; había tiempo de ver cómo Baltasar, el jefe de Estación, apuraba a los mozos de la consigna para devolver los bolsos y maletas; de echarle una monedas a los pedigüeños mutilados de la puerta; había tiempo de ver cómo merodeaban los pícaros tironeros a las señoras despistadas con el equipaje que observaban la hora en el gran reloj Omega que, como un ojo de buey, presidía la sala; había tiempo de quedarse fijo mirando los murales de Luis Cañadas y Pituco en el vestíbulo -en el mismo sitio donde hoy acudimos  a comprar yogures o barras de chóped- esas pinturas de colores chillones en las que se representan a pasajeros y vehículos, a niños rodeando a sus padres, a gente que se abraza antes de la partida o que lanzan besos de despedida que nacen en la palma de la mano, escenas costumbristas donde se ve un carromato y a su lado un caballero con levita y sombrero de copa agasajando a una señora de falda almidonada.



Eran esos años, mejor dicho aquellos años, en los que la Estación era un río de gente de todas las comarcas, cuando se reconocía por el acento a los del Campo de Dalías, a los del río Andarax, a los pescadores de Carboneras, a los oriundos del Almanzora a los fronterizos de Huércal-Overa y Pulpí. 



Nada ha vertebrado tanto la provincia como aquellos antiguos Alsinas, como si de una Diputación con ruedas se tratase. Para algunos niños de pueblo, esos viajes a la capital, eran como un viaje a Itaca, una aventura en la que te embarcabas al lado de los padres o de los abuelos o de algún hermano mayor, para ir al médico de los rayos X o a la consulta del doctor Artés o de Verdejo o de la oculista Ángeles Carretero; o para comprarte unos zapatos en la calle de Las Tiendas o a que te tomaran medidas para el traje de Comunión en el Sindicato de la Aguja. 



Bajabas del vehículo y atravesabas el paisaje de la Avenida de la Estación dejando atrás la Rex, los Almacenes Escámez, el Torresbermejas, el kiosco de Amizián, hasta penetrar por el puente de La Rambla en el centro de la ciudad.  Después llegaban los nervios de la vuelta por no perder el viaje, preguntando al chófer mil veces que cuándo salía el de Tabernas o el de Huércal. Y la espera bajo los soportales de los andenes, con las paredes adornadas de anuncios publicitarios de Muebles Vallejo, de Luis Gázquez de Brasil Radio, con vagabundos tendidos sobre una manta en un suelo sembrado de colillas, con miradas furtivas a caras más o menos familiares, con encuentros fortuitos entre vecinos del mismo pueblo o del pueblo de al lado: -“A qué has venido”. -“Al médico de los huesos”. -“Y tú”. -“A comprarme un vestido para una boda”. 



Y cuando aparecía el Alsina y el conductor abría las compuertas, el pasaje se apelotonaba como si no hubiera un mañana, como si el autobús fuese a desparecer por ensalmo. Y cuando te acomodabas en el asiento de skay era como si respiraras de nuevo, aunque hubiera que batallar con el compañero de al lado a ver quién ponía el codo en el reposabrazos o porfiar con el de adelante para que no reclinara el sillón como si fuera una hamaca. Después se abría la parte alta de las ventanas correderas para que penetrara la brisa y sonaba en la pletina el Diario Hablado de Radio Nacional o la música que al chófer le daba la gana. Y con la voz de Perlita de Huelva o el ritmo de Los Tres Sudamericanos enfilábamos la recta de Tabernas larga como una serpiente y atravesábamos el pueblo dejando atrás un paisaje árido de casas blancas y mujeres enlutadas que se hacían visera con la palma de la mano para mirar con el ojo guiñado a los viajeros, sosteniendo al tiempo una canasto de verdura. Había pasajeros que siempre roncaban y que despertaban milagrosamente al aroma de las lonchas de jamón de la Venta del Compadre. Y cuando llegábamos a los chorreones de Sorbas había tiempo también para tomar un café con leche apresurado con una Mari Toñi en el Andalucía, sin perder de vista el autobús, como no estando seguros del todo de que pudiera irse sin nosotros, aunque tuviésemos al chófer al lado codo con codo.



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